En otra vida si

Recuerdo que florecen

La mañana siguiente a aquella pesadilla en París me despertó con una extraña mezcla de cansancio y calma. El sol entraba a través de la ventana del hotel, tiñendo las paredes con un tono dorado que parecía suavizarlo todo.

Pero esa luz también me trajo un recuerdo. No de París, ni del presente, sino de un tiempo mucho más lejano. Un tiempo en el que todavía tenía a mi madre conmigo.

Ella había muerto cuando yo tenía apenas cinco años. A veces, los recuerdos de esa edad llegaban como fragmentos borrosos, trozos de escenas que parecían más un sueño que la realidad. Sin embargo, los momentos con ella eran diferentes: cada gesto suyo, cada palabra, había quedado grabada con una nitidez imposible de explicar.

Recuerdo, por ejemplo, cómo solía cantarme mientras me peinaba. Tenía unas manos cálidas, suaves, que parecían tener el poder de deshacer cualquier nudo, no solo en mi cabello, sino también en mi pequeño corazón. Solía decirme que cada trenza que hacía era como una cuerda invisible que me uniría siempre a quienes amaba.

Esa imagen regresó a mí como un golpe de nostalgia. Cerré los ojos y la vi, inclinada sobre mí, con su cabello oscuro recogido en un moño descuidado y esa sonrisa que nunca más volví a ver.

Después de que ella se fue, todo cambió en casa. Papá trató de ser fuerte, pero yo era muy pequeña y no entendía por qué ya no estaba con nosotros. Fue Nicolás, siendo el mayor, quien tomó el rol de cuidarnos a todos: a Edric, a Lysander y a mí. Era torpe, claro, porque él mismo era casi un niño, pero recuerdo que me abrazaba fuerte cuando lloraba en las noches, diciéndome que mamá estaba en las estrellas.

Edric, en cambio, era más rebelde. Siempre encontraba la manera de evadir la tristeza con bromas, con travesuras, como si quisiera convencernos de que la vida podía seguir siendo divertida aun cuando doliera. Lysander, el más callado de todos, apenas hablaba en esos días. Se limitaba a seguir a Nicolás, como si en su hermano mayor hubiera encontrado el único ancla que le quedaba.

Yo… yo solo trataba de sobrevivir a ese vacío que me había dejado la ausencia de mamá.

A veces pienso que esa pérdida fue el inicio de la grieta que más tarde nos marcaría a todos. Porque aunque papá nos dio lo que pudo, nunca volvió a ser el mismo después de perderla. Su risa se volvió más escasa, sus silencios más largos.

El recuerdo me pesaba, pero al mismo tiempo sentía que me definía. Tal vez por eso me costaba tanto creer cuando alguien me decía algo bueno de mí, como Aline la noche anterior. Había algo en mí que siempre dudaba, como si la niña que perdió a su madre aún viviera dentro, temiendo perder cualquier cosa que llegara a amar.

Quizá por eso aquel sueño oscuro de la noche anterior me había afectado tanto. Porque conocía el sabor de la pérdida, y temía que la vida quisiera volver a arrebatármelo todo.

Había días en los que la memoria me jugaba una trampa dulce: en lugar de traerme la pesadilla del accidente que aún no sucedía, me llevaba atrás, mucho atrás, cuando mamá todavía estaba con nosotros.

Podía verla en nuestra casa en México, una tarde cualquiera de verano. La brisa entraba por las ventanas abiertas y llenaba la sala con olor a jazmines. Mamá estaba de pie en la cocina, con un vestido sencillo color crema, el cabello suelto y brillante bajo la luz del sol. Sus manos se movían con naturalidad entre cazuelas y especias, y yo la observaba desde la mesa, jugando con una muñeca rota que insistía en no soltar.

—Lilith, préstame tu muñeca —me pedía Edric, entonces un niño travieso de siete años.
—¡No! —respondía yo, abrazándola contra el pecho.
—Edric, déjala —intervenía Nicolás, ya con esa seriedad que siempre lo hacía parecer mayor de lo que era. Tenía apenas diez, pero hablaba como si hubiera vivido el doble.
—Pero nunca me deja jugar con nada… —protestaba Edric, frunciendo el ceño.
Mamá rió en ese momento, una risa clara que llenaba la casa de luz. Se acercó a nosotros y acarició el cabello de Edric.
—¿Sabes qué? —dijo, guiñándole un ojo—. Tú me ayudas a amasar las tortillas y, cuando terminemos, los dos jugarán juntos con algo mucho más divertido.

Edric, curioso, accedió enseguida. Y en cuestión de minutos, los dos estaban en la cocina, con harina en las manos y las caras cubiertas de polvo blanco. Yo miraba con cierta envidia, hasta que mamá me llamó también.
—Ven, mi pequeña. Si amasamos los tres, la masa quedará más suave.

Fue entonces cuando Lysander, el más pequeño, apenas de cuatro años, entró arrastrando una cobijita azul. Caminaba torpe, aún con sueño, y se quedó mirándonos sin entender nada. Mamá lo cargó en brazos, apoyándolo en su cadera, mientras con la otra mano seguía moldeando la masa. Parecía tener un don imposible: podía hacer todo a la vez, siempre con paciencia, siempre con amor.

—Algún día ustedes harán esto sin mí —nos dijo con voz tranquila, como si presintiera algo.
—No —respondió Nicolás enseguida, casi enojado—. Tú siempre vas a estar aquí.
Mamá sonrió, sin discutir. Solo nos besó la frente a cada uno y siguió amasando, como si ese gesto bastara para grabar su amor en nuestras almas.

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El recuerdo se deshizo como humo, y de pronto me vi de nuevo en el presente. En la mesa de nuestra casa en México ya no había olor a jazmín ni harina en el aire. Solo había silencios.

Papá ocupaba el extremo de la mesa, con los ojos cansados y el ceño siempre ligeramente fruncido. La silla de mamá permanecía vacía, y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabíamos que era un vacío imposible de llenar.

Nicolás, ya adolescente, trataba de suplir esa ausencia. Era quien se aseguraba de que todos hiciéramos la tarea, quien revisaba que la comida estuviera caliente, quien reprendía a Edric cuando se escapaba a jugar fútbol en la calle en lugar de ayudar. Había perdido parte de su infancia de golpe, cargando con un rol que no le correspondía.




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