El amanecer en París siempre parecía distinto al de México. Aquí, la luz se estiraba lenta, bañando los edificios antiguos de tonos dorados y anaranjados, mientras el Sena reflejaba cada matiz como si fuera un espejo líquido. Desde la ventana del hotel, me quedé un instante contemplando cómo la ciudad despertaba, y no pude evitar pensar en lo irónico que era: miles de kilómetros nos separaban de casa, y aun así, de algún modo, las luces y los reflejos me llevaban de vuelta a mi origen.
Una voz detrás de mí me sacó del trance.
—¿Otra vez perdiéndote en el paisaje, hermanita? —bromeó Nicolás, cruzado de brazos, con esa sonrisa socarrona que lo hacía parecer mayor de lo que en verdad era.
—No estaba perdida —respondí sin apartar la vista del río—. Solo pensaba.
—Eso haces demasiado. —Edric apareció detrás de él, con su cabello despeinado y una taza de café que claramente había robado del desayuno del hotel—. Deberías aprender a no pensar tanto.
—Y tú deberías aprender a no robar café ajeno —respondí con una media sonrisa.
Antes de que pudiera añadir algo más, Lysander entró en la habitación. Era el más callado de los tres, pero tenía una presencia que no necesitaba de palabras. Su mirada era serena, casi melancólica, y en ese momento descansaba en mí con una calma que contrastaba con la energía de los otros dos.
—Déjenla —dijo con voz suave pero firme—. Lilith siempre mira más allá de lo que nosotros vemos. Eso no es malo.
Lo miré agradecida, porque Lysander siempre parecía comprenderme de una forma distinta, más profunda. Quizá porque él también tenía esa sensibilidad que lo separaba del bullicio de la vida cotidiana.
Los tres comenzaron a discutir entre bromas sobre qué hacer ese día, y yo los observaba como si la escena misma fuese un regalo. Había algo en ese instante —en su risa, en la complicidad entre ellos, en lo normal de la situación— que me pareció irremplazable.
Recordé, sin querer, los días en México. Las tardes en que mi madre aún vivía y nos reunía a todos alrededor de la mesa. Nicolás contaba chistes malos que hacían reír a papá, Edric se metía en problemas por intentar impresionar a cualquiera, y Lysander… Lysander siempre estaba ahí, callado, escuchando, pero con una luz en los ojos que hablaba por él. Yo era la pequeña observadora, atrapando en mi memoria cada gesto, cada palabra.
Me acerqué a la ventana y señalé el puente que cruzaba el río a lo lejos.
—Mírenlo… ¿no les recuerda a los puentes de allá, en México?
Nicolás rió.
—Nada que ver. Esos eran viejos y destartalados, y este parece sacado de una postal.
—Pero cumplen la misma función —dije, volviéndome hacia ellos—. Unir. Conectar. Llevarte de un lado al otro.
Edric levantó la ceja.
—Ya vas a empezar con tus filosofías raras.
Pero Lysander, que seguía mirando por la ventana, habló en voz baja:
—Lilith tiene razón. Los puentes no solo unen lugares… también unen recuerdos.
Me quedé en silencio. Sus palabras resonaron en mí con una fuerza extraña, como si hubieran abierto un eco oculto. No podía saberlo en ese momento, pero aquello sería verdad de formas que ninguno de nosotros imaginaba.
Porque pronto, los puentes no serían solo estructuras de piedra sobre ríos, sino senderos invisibles entre la vida y la muerte, entre la memoria y el olvido.
El bullicio de la calle se colaba por las ventanas abiertas del hotel. París tenía un ritmo distinto al que estábamos acostumbrados; no era el sonido caótico de los coches en la avenida principal de nuestra colonia en México, ni los gritos de los vendedores del mercado. Aquí, el aire traía consigo el repicar de campanas lejanas, el murmullo de idiomas entremezclados y el aroma persistente de pan recién horneado.
—¡Quiero croissants! —exclamó Edric de pronto, tirándose de golpe sobre la cama y hundiendo el rostro en la almohada.
Nicolás soltó una carcajada.
—Eso es lo único que quieres desde que llegamos: comer.
—Pues claro —contestó Edric, incorporándose de inmediato, con esa chispa en los ojos que lo hacía parecer incapaz de quedarse quieto—. ¿Acaso hay algo más francés que eso?
—Sí —intervino Lysander con su calma habitual—. Quedarse en silencio y observar.
La forma en que lo dijo me hizo sonreír. Esa era la esencia de Lysander: veía el mundo con un detenimiento que parecía casi ajeno a nuestra edad.
Yo me puse de pie y sacudí la falda de mi vestido.
—Vayamos por los croissants. No hemos venido hasta aquí para quedarnos en la habitación discutiendo sobre comida.
A los pocos minutos, estábamos en la calle. El aire fresco de la mañana nos envolvía y el cielo parecía un lienzo azul pálido que prometía un día claro. Caminamos entre cafés pequeños, donde los meseros movían las mesas al exterior y los clientes sorbían café con expresiones soñolientas.
Edric se adelantó corriendo hasta una panadería con un escaparate lleno de baguettes y pasteles. Puso ambas manos sobre el cristal como si fueran reliquias sagradas.
—¡Miren esto! ¡Es el paraíso!
—Tú eres un exagerado —dijo Nicolás, aunque ya sonreía y también se asomaba al escaparate.
Yo me quedé un poco atrás, observándolos con cierta ternura. Había algo familiar en esa escena, aunque estuviéramos tan lejos de México. De pronto recordé las veces que mamá nos llevaba a la panadería del barrio; cómo Edric siempre señalaba el pan de chocolate con desesperación, cómo Nicolás intentaba parecer más maduro pidiendo algo “diferente”, y cómo Lysander esperaba al final, eligiendo con calma mientras yo me aferraba a la mano de mamá.
La memoria me golpeó con la fuerza de una caricia dolorosa, pero no quise dejarme llevar. Sacudí la cabeza y entré tras ellos.
El panadero, un hombre de bigote poblado y sonrisa amable, nos atendió con un francés rápido que apenas entendíamos. Nicolás, haciendo gala de sus dotes de improvisación, trató de responder con un acento torcido. El hombre lo miró divertido y al final nos señaló lo que queríamos.