El amanecer en París tenía un aire distinto. No era el mismo sol abrasador que recordaba de México, ni la claridad desbordante que a veces parecía comerse las calles de su ciudad natal. Aquí, la luz entraba como un velo, suave y dorado, cubriendo las fachadas antiguas con un tono casi de óleo. Era un sol que acariciaba más de lo que iluminaba.
Lilith se despertó con ese resplandor filtrándose por la ventana de la habitación del pequeño departamento que habían alquilado. Estiró los brazos, escuchando el murmullo lejano de la ciudad que apenas comenzaba a desperezarse. Nicolás ya estaba de pie, revisando un mapa turístico con el ceño fruncido, mientras Edric roncaba boca abajo, abrazado a una almohada que parecía luchar por su vida. Lysander, en cambio, estaba sentado en el alféizar de la ventana, dibujando algo en su libreta de bocetos.
—Hoy quiero llevarlos a un mercado —dijo Nicolás sin levantar la vista del papel—. He leído que hay uno en el barrio de Belleville que es muy auténtico, lleno de colores y comida internacional. Nada de trampas para turistas.
Lilith arqueó una ceja.
—¿Y desde cuándo te interesa la autenticidad? Tú siempre corres a los museos primero.
Nicolás sonrió de lado.
—No todo en la vida son cuadros y esculturas, Lilith. Además… pensé que mamá lo habría disfrutado.
El nombre flotó en el aire como una brisa inesperada. Mamá. Ese fantasma constante que aparecía en las conversaciones de manera involuntaria. Lilith no pudo evitar sentir el pequeño tirón en el pecho, esa mezcla de nostalgia y vacío.
—Mamá sí lo habría disfrutado —murmuró Lysander desde la ventana, sin dejar de dibujar.
Edric gruñó algo incomprensible desde la cama, como protesta contra la mención de madrugar.
Lilith se levantó y comenzó a vestirse, intentando sacudirse el nudo que siempre aparecía al pensar en su madre. Sabía que Nicolás lo decía con buena intención, pero el recuerdo tenía bordes afilados, sobre todo en los mercados. Cuando era niña, su madre la llevaba de la mano por los pasillos atiborrados de frutas, especias y flores en México. El olor a chile fresco, el dulzor de las tunas abiertas, el pregón alegre de los vendedores… Todo eso era parte de un mundo que se había detenido con la muerte de su madre, como si la vida hubiera perdido uno de sus colores más intensos.
Y ahora, la idea de caminar por un mercado en París despertaba una mezcla extraña: curiosidad y una punzada de melancolía.
—Está bien —dijo finalmente—. Vamos al mercado.
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El trayecto en metro hasta Belleville fue una aventura en sí misma. Edric, todavía medio dormido, se dejó caer en un asiento y casi se quedó allí como si el traqueteo del tren fuera su cuna. Nicolás, por el contrario, leía en voz alta pequeños fragmentos de una guía impresa, como si fuera su deber mantenernos informados de cada esquina. Lysander observaba a la gente, con esa mirada penetrante que parecía ver más allá de lo evidente.
—¿Te das cuenta? —susurró de repente Lysander, inclinándose hacia Lilith—. Aquí nadie nos conoce. Podríamos ser cualquiera.
Lilith lo miró, sorprendida por el comentario.
—¿Y eso te gusta?
—Me asusta —respondió él con sinceridad—. Pero también me gusta.
Antes de que pudiera replicar, las puertas del metro se abrieron y los arrastró una marea de gente hacia la superficie.
El mercado se desplegó ante ellos como un universo propio. Calles estrechas llenas de toldos multicolores, mesas repletas de frutas brillantes, montones de especias que parecían arenas mágicas, y voces en distintos idiomas que se entrelazaban en un canto caótico pero armónico.
Lilith se detuvo un momento, abrumada por la intensidad. El olor a pan recién horneado se mezclaba con el de pescado fresco, y el aroma especiado de la comida marroquí competía con el perfume dulce de las flores. Era un mosaico vivo, un caleidoscopio sensorial.
—¡Miren esto! —exclamó Edric, ahora completamente despierto, corriendo hacia un puesto de dulces árabes donde los baklava relucían bajo el sol como pequeñas joyas—. ¡Si me pierdo, búsquenme aquí!
—No comas demasiado —le advirtió Nicolás, aunque él mismo se quedó fascinado mirando un puesto de quesos y embutidos, preguntando en un francés torpe que arrancó una carcajada al vendedor.
Lysander, en cambio, parecía caminar con calma, observando los colores, los rostros, los gestos de la gente. Sacó de nuevo su libreta y comenzó a dibujar en movimiento, como si intentara capturar la esencia del mercado.
Lilith se encontró sola en medio del bullicio, rodeada de sonidos y aromas que le resultaban extrañamente familiares. No era México, pero de alguna manera lo era. Vio a una mujer mayor vendiendo flores, con las manos curtidas y la sonrisa amplia. Por un instante, casi pudo imaginar a su madre en ese gesto, en ese brillo en los ojos.
Se acercó sin pensarlo demasiado.
—Bonjour… —dijo, con un acento que hizo sonreír aún más a la mujer.
La anciana le extendió un ramo de tulipanes naranjas, y Lilith sintió un latido extraño en el corazón. Su madre siempre decía que el naranja era el color de la vida, de la fuerza.
Pagó por el ramo y lo sostuvo contra su pecho, como si guardara un pedazo de pasado entre los tallos frescos.
—Hermosos, ¿verdad? —La voz de Aline resonó en su memoria.
No estaba allí, por supuesto. No podía estarlo. Pero Lilith sintió la voz como si la joven francesa caminara a su lado, como si el mercado hubiera abierto una grieta en el tiempo y el espacio.
Cerró los ojos un instante, aspirando el perfume de los tulipanes. El bullicio se transformó en un murmullo lejano, y por un segundo fue niña de nuevo, caminando con su madre entre los colores de México.
Cuando los abrió, Lysander estaba mirándola con intensidad.
—¿Estás bien? —preguntó.
Lilith asintió, aunque sabía que su hermano veía más de lo que decía.
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Más adelante, el grupo se reunió frente a un puesto donde un hombre ofrecía especias de medio oriente en frascos transparentes. Nicolás estaba discutiendo con entusiasmo sobre los usos de la cúrcuma y la canela, mientras Edric probaba dátiles rellenos con tal devoción que parecía descubrir un nuevo mundo.