El amanecer en París llegó con un velo tenue de niebla, esa clase de mañana en la que la ciudad parecía hablar en susurros. Lilith despertó antes que los demás. En la habitación del hotel, Nicolás murmuraba algo entre sueños, Edric estaba encogido bajo las sábanas y Lysander, con los auriculares puestos, se había quedado dormido escuchando música. Su padre había salido temprano, probablemente a una reunión rápida que no quiso detallar.
Ella, en cambio, sintió una inquietud diferente. No era el impulso de recorrer mercados ni de seguir a la multitud; era una necesidad íntima de silencio, de encontrarse en un espacio donde el bullicio no la alcanzara. Sin pensarlo demasiado, se vistió con un suéter oscuro, una bufanda ligera y unos pantalones cómodos.
—Voy a salir un rato —anunció en voz baja, aunque nadie respondió.
París la recibió con un aire fresco. Caminó sin rumbo fijo hasta que, en una esquina poco transitada, un cartel llamó su atención: “Musée de l’Ombre”. No recordaba haberlo visto en ninguna guía turística. El nombre —el museo de la sombra— tenía algo hipnótico, como si la invitara a descubrir secretos que la ciudad guardaba solo para quienes se atrevían a desviarse del camino habitual.
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El museo era un edificio discreto, con un portón de hierro forjado y paredes cubiertas de enredaderas secas. Al cruzar la entrada, un silencio espeso la envolvió. Los pasos resonaban en el suelo de piedra, y las lámparas antiguas lanzaban una luz dorada, apenas suficiente para iluminar los pasillos.
Las salas no estaban repletas de visitantes; apenas unas cuantas personas vagaban solitarias, absortas en los cuadros y esculturas. El aire olía a polvo y barniz, mezclado con algo más indefinible, como si el tiempo se hubiera condensado allí dentro.
Lilith caminó despacio, dejándose llevar. Había retratos que parecían seguirla con la mirada, esculturas de mármol que proyectaban sombras alargadas y vitrinas con objetos antiguos: cartas amarillentas, relojes detenidos, espejos fragmentados.
Se detuvo frente a un lienzo particular: una figura femenina envuelta en telas azules, de pie en medio de un puente roto sobre un río oscuro. El corazón de Lilith dio un vuelco inmediato. ¿No era esa casi la misma imagen de su sueño la noche anterior? El puente quebrado, el agua que reflejaba destellos, la figura solitaria al otro lado…
—Impresionante, ¿verdad? —dijo una voz a su lado.
Lilith giró y encontró a una chica de su edad, cabello corto y oscuro, con un cuaderno en la mano. Sus ojos eran vivaces, casi traviesos, y le sonrió con una naturalidad que contrastaba con el ambiente solemne del museo.
—Parece que la mujer va a hablarte en cualquier momento —añadió la desconocida.
Lilith asintió, un poco sorprendida.
—Es como si la hubiera visto antes… no sé cómo explicarlo.
La chica la miró con curiosidad, como si la respuesta de Lilith hubiera despertado un interés especial. Antes de que pudiera decir algo más, dos muchachos se acercaron. Uno llevaba una cámara colgada al cuello; el otro, un libro grueso lleno de marcadores de colores.
—¿Ya atrapaste a otra víctima de tus conversaciones, Camille? —dijo el de la cámara, en tono burlón pero amistoso.
Camille rodó los ojos.
—No es mi víctima. Solo estaba comentando la pintura.
El del libro extendió la mano hacia Lilith.
—Soy Adrien. Este de aquí con cara de aburrido es Marc. Y ya conociste a Camille.
Lilith dudó un instante, pero luego estrechó la mano de Adrien.
—Lilith.
—Bonito nombre —comentó Camille, inclinando la cabeza. Luego señaló el cuadro—. ¿Quieres venir con nosotros? Estamos explorando el museo juntos. Es más entretenido que perderse sola en estos pasillos.
Lilith vaciló, mirando de nuevo la pintura del puente roto. Algo en ella decía que quedarse sola frente a ese cuadro sería demasiado perturbador. Aceptar la compañía de esos extraños, en cambio, parecía como abrir una ventana dentro del aire denso del museo.
—Está bien —respondió con una leve sonrisa.
Y así, sin darse cuenta, Lilith comenzó a tejer un nuevo lazo en su estancia parisina. Uno que, aunque efímero, dejaría huellas más profundas de lo que imaginaba.
Lilith caminaba entre ellos con una ligera timidez, como quien se integra a un círculo ya formado. Sin embargo, Camille parecía tener un talento natural para acoger a la gente sin esfuerzo. Avanzaba con pasos seguros, señalando obras y lanzando comentarios que oscilaban entre lo ingenioso y lo irreverente. Adrien seguía su ritmo con una mezcla de calma y paciencia, mientras Marc, aunque callado, registraba cada rincón con su cámara, como si quisiera atrapar la esencia del museo a través de sus lentes.
—Este lugar es extraño —comentó Lilith, mientras entraban en una sala amplia donde las paredes estaban cubiertas de espejos antiguos, todos con marcos dorados y desgastados—. Es como si no perteneciera a las guías turísticas de París.
—Porque no pertenece —respondió Camille, con un brillo en los ojos—. El Musée de l’Ombre es de esos sitios que se conocen de boca en boca. Adrien lo descubrió hace unos meses y desde entonces nos hemos vuelto adictos a venir.
Adrien asintió, acariciando la tapa de su libro como si confirmara una verdad sagrada.
—Este museo está lleno de piezas que no encajan en otros lugares. Objetos rechazados por su rareza, por su carácter inquietante… o por sus historias demasiado oscuras.
Lilith se detuvo frente a un espejo alto y ovalado, cuyo cristal estaba ligeramente empañado. Vio su reflejo, pero algo le resultó extraño: parecía moverse un segundo después de ella, como si su imagen tuviera vida propia.
—¿Y este? —preguntó, señalándolo.
Marc, que hasta entonces no había dicho casi nada, bajó la cámara y se acercó.
—Dicen que fue parte de una mansión en Burdeos, en la que toda la familia desapareció misteriosamente. Lo encontraron intacto, mientras todo lo demás estaba destruido.