La noche en París se desplegaba tranquila, con el rumor lejano de los autos y el murmullo de conversaciones en los cafés que aún resistían el paso de las horas. Lilith se había encerrado en la habitación del hotel, mirando por la ventana cómo las luces de la ciudad titilaban como un manto de estrellas invertidas.
El teléfono vibró suavemente sobre la mesita de noche. Ella lo tomó, sin sorpresa: era Nicolás.
—¿Aún despierta, hermanita? —preguntó con ese tono entre protector y juguetón que lo caracterizaba.
Lilith sonrió apenas.
—¿Y tú? Se supone que estabas agotado después de todo el día caminando por el mercado.
—Bah, yo puedo con eso y más —respondió con orgullo fingido—. Pero me quedé pensando en algo.
—¿En qué? —preguntó ella, curiosa.
Hubo un breve silencio, como si Nicolás buscara las palabras correctas.
—En ti. En cómo te he visto más… no sé, distinta estos días. No es malo, al contrario. Te noto más viva.
Lilith parpadeó. La observación le llegó de golpe, como si la hubieran descubierto en un acto secreto. Ella misma lo había sentido, esa especie de despertar silencioso en su interior, sobre todo después de su encuentro con Aline, pero no lo había dicho en voz alta.
—Supongo que París tiene algo —dijo evasiva, aunque con un dejo de verdad.
—No. No es París. —Nicolás bajó un poco la voz, como si quisiera darle peso a lo que decía—. Es que estás empezando a abrirte. Ya no eres la misma niña que se encerraba en su cuarto cada vez que algo dolía.
Lilith guardó silencio. Sintió el corazón pesado al recordar los años después de la muerte de su madre: las peleas sin razón, las puertas cerradas, el aislamiento que se había vuelto rutina. Nicolás había estado allí, siempre, como un faro al que podía volver aunque a veces lo rechazara.
—A veces pienso —murmuró Lilith— que ustedes cargaron conmigo más de lo que debían. Que yo… fui un peso.
—¡Oye, basta! —Nicolás interrumpió, con firmeza—. Nunca digas eso. Fuiste nuestra hermana pequeña, y claro que dolió verte apagada, pero nunca fuiste un peso. ¿Sabes qué eras? —Hizo una pausa—. Una promesa.
Lilith frunció el ceño.
—¿Una promesa?
—Sí. La promesa de que, a pesar de todo lo que perdimos, podíamos seguir cuidándonos. Que valía la pena no rendirse.
Las palabras la dejaron sin voz. Había algo en la seguridad de su hermano que le dio una punzada de calor en el pecho, como si un recuerdo olvidado se encendiera.
Miró nuevamente por la ventana: París se desplegaba luminosa, pero en sus ojos había un reflejo más íntimo, como si la ciudad se hubiera reducido a ese instante, a la voz de su hermano que la mantenía firme en la línea invisible que unía a los dos.
La voz de Nicolás permaneció en silencio unos segundos más, como si hubiera llegado a un punto en el que necesitaba respirar hondo antes de continuar. Lilith, al otro lado de la línea, percibió el cambio en su tono y supo que lo que venía no era una broma ni un comentario pasajero.
—Lilith… —empezó lentamente, con un dejo de duda—. ¿Alguna vez te has preguntado por qué insisto tanto en protegerlos a todos?
Ella frunció el ceño, apretando más fuerte el teléfono.
—Porque eres así. Porque eres el mayor y siempre has sentido que nos corresponde a ti.
—Sí, pero… hay algo más. —Nicolás hizo una pausa, y ella imaginó su gesto: la manera en que pasaba una mano por su cabello cuando estaba nervioso—. Nunca te lo he contado, pero cuando mamá murió yo estaba ahí, justo con ella.
Lilith se tensó. Aquello era un terreno que raramente tocaban. La muerte de su madre había sido como una piedra lanzada en medio del lago de su infancia: las ondas todavía los alcanzaban, años después.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, apenas un murmullo.
—Ese día… papá estaba trabajando, y tú estabas en la habitación jugando con tus muñecas. Edric y Lysander peleaban en el patio, como siempre. Yo fui el que escuchó primero la tos de mamá, el que corrió a verla. —Su voz bajó un poco más, como si le costara arrastrar las palabras—. La vi caer, Lili. La vi… desmoronarse como si todo el peso del mundo se hubiera apagado dentro de ella.
El silencio entre ambos fue tan denso que Lilith sintió que podía palparlo. No recordaba esa escena; a los cinco años, sus memorias eran más fragmentos que hechos concretos. Pero imaginarlo en la voz de Nicolás fue como recibir un golpe en el pecho.
—No sabía que… —empezó a decir, pero Nicolás no la dejó terminar.
—Ese día hice una promesa. —Sus palabras sonaron duras, cargadas de una resolución que ya era parte de su carácter—. Prometí que nunca más iba a dejar que algo así nos destruyera. Que mientras yo respirara, ustedes iban a estar bien.
Lilith sintió un nudo en la garganta. Por primera vez entendía el origen de esa obsesión de Nicolás por estar siempre a cargo, por cargar más de lo que le correspondía, por vigilar cada movimiento de sus hermanos como si pudiera evitar que el mundo se rompiera otra vez.
—Nicolás… —murmuró, con la voz quebrada.
Él soltó una risa breve, nerviosa.
—Ya sé, ya sé. Suena dramático. Pero tenía que decirlo, porque a veces siento que me juzgan por ser demasiado protector. Y sí, puede que lo sea. Pero es que… nunca quiero volver a sentir que fallé.
Lilith se mordió el labio. Nunca lo había pensado de esa forma. Siempre había visto en él una figura fuerte, casi indestructible, pero ahora lo veía con una fragilidad que la conmovía: no era invulnerable, sino alguien que cargaba con un recuerdo doloroso como ancla de su carácter.
—Nico —susurró ella, usando el apodo que casi había olvidado—. Nunca fallaste. Nunca.
El silencio se extendió de nuevo, pero esta vez no pesaba: era un silencio compartido, como un abrazo invisible que cruzaba la distancia entre ellos.
Por primera vez en mucho tiempo, Lilith sintió que comprendía a su hermano de una manera nueva. Y esa revelación, lejos de alejarla, la acercó más a él, como si los dos hubieran abierto una puerta que había estado cerrada desde la infancia.