En otra vida si

El secreto de Edric

El día amaneció tibio y luminoso, con una claridad de verano que bañaba las calles de París de un dorado casi líquido. Lilith se despertó temprano, aún con el eco del sueño extraño de la noche anterior. El hotel estaba en silencio, salvo por los pasos lejanos de huéspedes que se preparaban para sus excursiones.

Cuando salió al pasillo, escuchó un murmullo, como una melodía tarareada con voz infantil. Reconoció al instante ese tono despreocupado: era Edric. Lo encontró al final del corredor, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y un cuaderno en las rodillas. Dibujaba algo, pero lo hacía con la lengua entre los dientes, concentrado de un modo poco común en él.

—¿Qué haces tan temprano? —preguntó Lilith, acercándose con una sonrisa.

Edric pegó un brinco y cerró de golpe el cuaderno, como si lo hubieran sorprendido en un acto prohibido.

—Nada —respondió rápido, demasiado rápido.

Lilith arqueó una ceja. Sabía que cuando Edric se ponía así era porque escondía algo importante. Ella lo conocía demasiado bien: los ojos brillantes, el rubor en las mejillas, el gesto de morderse el labio.

—¿Nada? —repitió, con ese tono que usaba para sacarle secretos.

—Es que… no entenderías —murmuró él, mirando hacia otro lado.

Lilith suspiró y se sentó a su lado en el suelo. No insistió más, pero dejó su hombro rozando el de él, un gesto silencioso que decía: cuando quieras, puedes confiar en mí.

Edric bajó la cabeza, y por un instante se quedó callado. Pero después, como si el peso de lo que ocultaba fuera más fuerte que su resistencia, dejó escapar un suspiro.

—Es… algo mío —dijo en voz baja, casi como un secreto al viento—. Algo que hago para que mamá no se me olvide.

El corazón de Lilith se encogió de golpe. No preguntó más. Sabía que aquel sería un día distinto, uno en el que el Edric travieso y risueño mostraría un pedazo de su alma que pocas veces dejaba ver.

—¿Me enseñas? —preguntó ella al fin, con suavidad.

Edric levantó la mirada, dudó unos segundos y luego asintió, con un brillo tímido en los ojos.

—Está bien… pero prométeme que no te reirás.

Lilith sonrió, conmovida.

—Te lo prometo.

Y así, entre los pasillos silenciosos del hotel y el amanecer parisino que apenas se desplegaba, comenzaba a desvelarse el secreto de Edric. Un secreto que, aunque íntimo y pequeño, se sentiría como una canción destinada a quedarse grabada en el corazón de Lilith mucho tiempo después.

Edric caminaba con paso nervioso por las escaleras del hotel, llevando a Lilith detrás como si la condujera hacia un escondite prohibido. Ella lo seguía en silencio, intrigada, observando cómo él miraba a los costados con cuidado, como si temiera que alguien más pudiera descubrir su secreto.

Bajaron al vestíbulo y luego atravesaron un pasillo estrecho que conducía a un salón olvidado del hotel, donde los viajeros casi nunca entraban. La puerta crujió al abrirse y un olor a madera antigua impregnó el aire.

Allí, en medio de la sala polvorienta, había un piano de cola. Viejo, con las teclas amarillentas, pero aún imponente bajo la luz tenue que se filtraba por las cortinas pesadas.

—¿Un piano? —susurró Lilith, con los ojos abiertos como platos.

Edric asintió, con un gesto serio que en él se veía extraño. Se acercó con reverencia, como si aquel objeto fuera más que un instrumento: un relicario.

—Lo descubrí hace unos días —confesó—. Me escapo aquí cuando todos están ocupados.

Lilith se quedó quieta, sin saber qué esperar. Entonces, Edric se sentó en el banquillo. Su espalda recta, sus dedos temblorosos apenas rozando las teclas. Por un instante, el niño travieso desapareció, y en su lugar emergió alguien distinto: un pequeño artista que cargaba con un secreto demasiado grande para su edad.

Presionó la primera nota, y el sonido se alzó suave, melancólico. Después otra, y otra, hasta que la melodía tomó forma. Era torpe, con algunos errores aquí y allá, pero había una ternura en cada acorde que erizaba la piel.

Lilith se llevó la mano a la boca. Reconocía aquella canción: era la nana que su madre les cantaba cuando eran pequeños, la misma que había quedado flotando en su memoria como un eco lejano.

—Edric… —murmuró, con la voz quebrada.

Él no la miró. Estaba perdido en la música, como si cada nota fuera una cuerda que lo unía de nuevo a su madre. La sala se llenó de una vibración íntima, de recuerdos compartidos, de la ausencia hecha presente.

Cuando terminó, se quedó con las manos quietas sobre las teclas, respirando hondo. No dijo nada.

Lilith se acercó despacio y puso una mano sobre su hombro.

—Eres increíble —le dijo, con la sinceridad más pura.

Edric negó con la cabeza, tímido, pero en sus ojos brillaba algo parecido al alivio: la sensación de haber compartido su refugio más secreto y de que había sido recibido con amor.

En ese instante, Lilith lo entendió todo. La música no era solo un pasatiempo para su hermano: era su manera de mantener viva a su madre en medio del silencio, de luchar contra el olvido.

Y al verlo allí, tan frágil y al mismo tiempo tan fuerte, Lilith sintió que descubría una parte nueva de él, una parte que siempre había estado, pero que ahora se revelaba con la fuerza de un secreto guardado demasiado tiempo.

El silencio se extendió en la sala después de la melodía. Solo se oía el murmullo distante del hotel y un leve zumbido eléctrico de las lámparas antiguas. Lilith seguía con la mano en el hombro de Edric, como si temiera que al soltarlo se deshiciera en sombras.

Él fue el primero en hablar, con un hilo de voz que parecía pedir permiso al aire:

—¿Sabes por qué toco esto? —preguntó, sin mirarla.

Lilith lo observó con ternura y negó despacio.

—Porque es la única manera que tengo de recordarla —dijo finalmente. Su voz tembló, pero siguió adelante—. A veces siento que la cara de mamá se borra de mi cabeza… como si cada año se hiciera más difícil recordarla. Pero cuando toco, cuando repito esa canción, es como si volviera un pedacito de ella.




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