En otra vida si

El guardian de las estrellas

Lysander siempre había sido un enigma para Lilith. No porque fuese frío o distante, sino porque parecía vivir a medio camino entre la realidad y otro mundo más vasto, uno donde el silencio era tan importante como las palabras. Mientras Nicolás se expresaba con una sinceridad casi brutal, y Edric con el ímpetu ingenuo de la música, Lysander se quedaba a menudo en las sombras, observando, cuidando, como si llevara sobre los hombros un peso invisible.

Esa noche en París, después de la cena, Lilith lo encontró solo en la azotea del hotel. El cielo estaba despejado, y miles de estrellas se derramaban sobre la ciudad, titilando como un mar lejano. Él estaba sentado en el borde, con los codos apoyados en las rodillas, mirando hacia arriba, como si esperara una señal.

—Siempre aquí arriba… —dijo Lilith al acercarse, envolviéndose en su suéter porque el viento era frío—. Casi parece que vigilaras el cielo.

Lysander giró apenas el rostro, y en la penumbra, sus ojos reflejaron un destello de ternura.

—Alguien tiene que hacerlo —contestó con esa voz grave y serena que lo caracterizaba—. Si no miramos al cielo de vez en cuando, se nos olvida que somos tan pequeños… y que no estamos tan solos como pensamos.

Lilith se sentó a su lado, intentando adivinar qué pasaba por su mente. Desde pequeña lo había sentido como un guardián, alguien que cuidaba no solo de ella, sino de todos. Incluso después de la muerte de su madre, cuando el silencio se instaló en la casa, Lysander fue quien asumió el papel de sostén silencioso, protegiéndolos con gestos discretos: una mano en el hombro, un consejo breve, un abrazo cuando nadie más lo esperaba.

Él levantó un dedo y señaló hacia arriba.

—¿Ves esa estrella, justo sobre la torre Eiffel? —preguntó.

Lilith siguió la dirección y la vio: un punto brillante que parecía arder con más fuerza que los demás.

—Sí.

—Dicen que cuando una estrella parece más intensa es porque guarda un secreto. Yo creo que son guardianes. Cada uno de nosotros tiene una estrella que lo cuida… aunque no la veamos siempre.

Lilith sonrió con ternura.

—¿Y la tuya cuál es?

Él la miró, y por un instante pareció que iba a responder. Pero luego volvió los ojos al cielo.

—No lo sé. Tal vez… la de todos ustedes.

El silencio se extendió entre ellos, no incómodo, sino lleno de un entendimiento profundo. Lilith sintió que su hermano mayor cargaba con un peso mayor del que jamás admitía. Como si fuera capaz de dar todo de sí para protegerlos, aun a costa de olvidarse de sí mismo.

Y mientras lo observaba, con el perfil recortado contra la bóveda estrellada, pensó que Lysander parecía hecho de lo mismo que aquellas luces lejanas: distante, pero necesario; callado, pero eterno.

La noche en París tenía un aire distinto. La ciudad parecía no dormir nunca, y sin embargo, en ciertos rincones, la calma se extendía como un manto suave. Lilith caminaba entre Nicolás y Edric, con Lysander un poco detrás, observando con esa mirada atenta que siempre parecía anticiparse a lo inesperado.

Habían decidido salir del hotel tras la cena, atraídos por las luces doradas que iluminaban las calles cercanas al Sena. Los puestos ambulantes vendían flores, bufandas de lana y pequeños cuadros con escenas de la ciudad; los turistas se mezclaban con los parisinos que paseaban con un aire despreocupado.

—Mira, Lilith —dijo Nicolás, señalando un caricaturista que dibujaba a una pareja de novios en menos de cinco minutos—. Apuesto a que si te sientas ahí, saldrías con la cara más seria del mundo.

Lilith rió y le dio un leve empujón con el hombro.
—Pues claro, porque no sabría cómo quedarme quieta tanto tiempo.

Edric, siempre inquieto, se había adelantado unos pasos, siguiendo a un músico callejero que tocaba el acordeón con tanta pasión que parecía olvidar al mundo.

—¡Voy a dejarle unas monedas! —exclamó, metiendo la mano en el bolsillo.

Lysander lo miró de inmediato, con ese gesto serio que todos reconocían. Caminó más rápido hasta ponerse a su lado, sin decir nada, pero su sola presencia bastó para que Edric se detuviera un momento y esperara al resto.

Lilith notó ese detalle, tan característico: Lysander no necesitaba levantar la voz para hacerse sentir. Bastaba su forma de mirar, de estar presente, como un faro silencioso.

El grupo avanzó hacia el puente de las Artes, donde el reflejo de las luces sobre el río creaba destellos dorados que parecían bailar. Lilith se apoyó en la barandilla, admirando el movimiento del agua. Nicolás sacó su teléfono para tomar una foto, pero de inmediato Lysander le puso una mano en el hombro.

—Guárdalo un rato —dijo en tono tranquilo—. Mejor mira con tus propios ojos.

Nicolás resopló, pero obedeció, guardando el teléfono en el bolsillo.

Edric, en cambio, se había encaramado a la baranda para asomarse más de cerca al Sena. Lilith sintió un sobresalto, pero Lysander ya estaba ahí, tomándolo del brazo con firmeza.

—Abajo —ordenó, sin brusquedad, pero con esa voz que no admitía réplica.

—¡Solo quería ver el agua! —protestó Edric, bajando de mala gana.

—Y yo quiero que llegues vivo a casa —respondió Lysander, mirándolo con seriedad. Luego suavizó el tono—. Hay cosas que se ven mejor desde el suelo.

Lilith sonrió al ver la escena. A veces pensaba que su hermano mayor había nacido con alma de guardián. Incluso cuando intentaba parecer relajado, siempre estaba pendiente: del coche que pasaba demasiado cerca, del desconocido que los miraba demasiado tiempo, de las escaleras en las que Edric podía tropezar.

Cuando retomaron la caminata, Nicolás comentó en voz baja a Lilith:
—Es como andar con un padre, ¿no crees?

Lilith asintió.
—Sí… aunque un padre que sabe cuándo callar y cuándo hablar.

Lysander iba un poco más adelante ahora, con las manos en los bolsillos, pero ella sabía que había escuchado el comentario. Lo supo porque giró apenas la cabeza y, aunque no dijo nada, una sonrisa leve —casi imperceptible— apareció en sus labios.




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