En otra vida si

Recuerdos del padre

El amanecer parisino entraba apenas por la ventana del hotel, bañando la habitación de Lilith con una claridad suave, dorada, como si el sol quisiera despertarla con delicadeza. Aún en ese estado intermedio entre sueño y vigilia, la muchacha se giró en la cama y escuchó el crujido de las maderas, el murmullo de sus hermanos en las habitaciones contiguas.

Pero no fue eso lo que la sacó de golpe de su ensueño, sino un recuerdo.

Su mente había viajado, como tantas veces, hacia México. A la casa donde había crecido, con sus paredes pintadas de blanco y verde deslavado, con el calor siempre impregnado en el aire y los ruidos del vecindario. Recordó a su madre, sí, pero esa mañana, como si el tiempo hubiese elegido traerle otra imagen, fue su padre quien apareció con fuerza en su memoria.

Lo vio en la cocina, todavía joven, todavía lleno de esa energía que se agotaría con los años. Estaba sentado en la mesa de madera, leyendo un periódico viejo, mientras un radio pequeño escupía noticias y canciones. La voz grave del locutor se mezclaba con el olor del café recién hecho.

—Lilith —dijo aquella figura en el recuerdo—, ven acá.

Ella, con apenas seis años, se acercó descalza, arrastrando un muñeco de trapo. Y su padre la subió en sus rodillas, como si aquel gesto fuera un ritual. Le acarició el cabello con una torpeza dulce, mientras ella jugaba con los botones de su camisa.

—Algún día vas a entender que la vida no siempre es justa —le dijo, sin razón aparente, como si hablara en voz alta para sí mismo—. Pero siempre habrá algo que valga la pena proteger.

Lilith no entendió entonces aquellas palabras, pero ahora, tumbada en su cama en París, sintió que esa frase regresaba como un eco cargado de significado.

Su padre había sido muchas cosas: severo en ocasiones, distante otras, pero nunca indiferente. Era un hombre marcado por la pérdida de su esposa, y sin embargo se empeñaba en levantar a sus hijos con dignidad. Él había sido el puente que unía los fragmentos dispersos de su familia, y cada recuerdo suyo era una costura que mantenía unido el tejido de sus vidas.

El despertar se completó con una punzada de nostalgia. Lilith abrió los ojos por completo, y la claridad del día le devolvió París. Pero dentro de ella, en el silencio que quedó después de soñar, persistía la sensación de que aquellos recuerdos de su padre no eran gratuitos, sino un llamado: una advertencia sutil de que pronto lo perdería en más de un sentido.

En México, el padre de Lilith siempre había sido una figura de contrastes: silencioso y firme, pero también capaz de gestos inesperados de ternura. Cuando la madre aún vivía, él solía quedarse hasta tarde en el patio, reparando cosas viejas —una bicicleta rota, una lámpara que ya nadie usaba—. Lilith se sentaba en un banco improvisado, observándolo como si ese acto cotidiano fuese un espectáculo.

—Papá, ¿por qué arreglas cosas que ya no sirven? —le preguntaba, con esa ingenuidad infantil.

Él levantaba la mirada, con la luz del foco iluminándole apenas un costado del rostro.

—Porque todo merece una segunda oportunidad —respondía, y sus palabras quedaban flotando, más grandes que el simple acto de apretar un tornillo o volver a soldar un alambre.

Era en esas pequeñas escenas donde Lilith sentía que lo entendía mejor: no en los sermones ni en las frases graves, sino en la paciencia con que trataba lo roto, como si en ello hubiera una metáfora que lo sostenía a él mismo después de la pérdida de su esposa.

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Ahora, en París, la dinámica era distinta. La ciudad les ofrecía un aire nuevo, pero el padre seguía siendo el mismo hombre cargado de responsabilidades. Lilith lo observaba desde el ventanal de un café en Montmartre, donde se habían detenido todos después de una caminata. Él revisaba un mapa turístico con una concentración absurda, como si trazar rutas fuese su manera de mantenerlos a salvo.

—Papá, ¿y si dejamos de planear tanto y solo nos perdemos un poco? —se atrevió a decirle, con un tono entre travieso y sincero.

Él levantó la mirada, y sus ojos —que siempre parecían ocultar más de lo que mostraban— brillaron con un destello suave.

—Perderse no siempre es buena idea, Lilith. Pero contigo… quizá no sería tan malo.

Fue una respuesta pequeña, casi imperceptible en su tono, pero a Lilith le golpeó hondo. Era como si su padre hubiera bajado por un momento la coraza que solía llevar. Y ella, al escucharlo, sintió esa mezcla extraña de ternura y tristeza: porque entendía que bajo esa rigidez había un hombre cansado, que luchaba a su manera por mantenerlos unidos.

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Esa noche, ya en la habitación del hotel, Lilith escribió en su cuaderno. No era un diario, más bien un espacio donde dejaba fragmentos de pensamientos sueltos, frases que le surgían sin filtro. Entre ellas escribió:

"Papá arregla lo roto porque tiene miedo de perder lo que aún queda vivo."

La tinta se deslizó firme sobre el papel, y al terminar la frase se quedó observándola como si no la hubiera escrito ella, sino alguien que le hablaba desde un lugar más lejano.

Una sensación extraña la recorrió: como si ese recuerdo de su padre reparando cosas bajo la luz amarilla de un foco se transformara en una premonición. Imaginó una carretera oscura, un auto dañado, un instante en el que el padre ya no podría arreglar nada, ni siquiera a ellos.

El presentimiento fue tan vívido que tuvo que cerrar el cuaderno con rapidez, como si sellarlo fuera suficiente para espantarlo. Pero el eco quedó allí, resonando como un tambor apagado: el vínculo con su padre era un puente, y ese puente estaba destinado a quebrarse demasiado pronto.

La noche en París tenía un rumor constante: el lejano sonido de coches en la avenida, el murmullo de pasos en los pasillos del hotel, la respiración tranquila de sus hermanos. Pero para Lilith, ese silencio estaba lleno de ecos.

No lograba apartar de su mente la imagen de su padre bajo aquel foco en México, soldando piezas oxidadas, como si en cada tornillo que giraba quisiera retrasar el paso del tiempo. En contraste, la tarde en Montmartre se le aparecía como una fotografía: su padre doblando el mapa con precisión exagerada, el cansancio en sus hombros, y aquella frase que aún retumbaba: “Contigo… quizá no sería tan malo perderse.”




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