París parecía más gris aquella mañana. Una llovizna suave había dejado las calles húmedas, brillando bajo los faroles que aún no se apagaban del todo. Lilith y Aline caminaban tomadas del brazo, sin un rumbo definido, disfrutando de la libertad que les daba perderse en callejones desconocidos.
Aline, con su curiosidad inagotable, fue la primera en señalarla: una pequeña puerta de madera oscura, casi oculta entre dos cafés concurridos. Encima de ella, un letrero gastado anunciaba en letras doradas y desvaídas:
“Librairie des Échos”.
—¿La librería de los ecos? —leyó Aline en voz alta, con un brillo en los ojos—. Me gusta. Suena misterioso.
Lilith sonrió, dejándose arrastrar por el entusiasmo de su amiga. Empujaron la puerta, que crujió como si nadie la hubiera abierto en siglos, y un olor a papel viejo y madera húmeda las envolvió.
Dentro, la luz era tenue, filtrada por vitrales polvorientos que teñían el ambiente de tonos rojizos y azules. Las estanterías se alzaban como muros torcidos, abarrotadas de libros que parecían susurrar entre sí. El silencio no era total; había un murmullo indefinible, como si las páginas respiraran.
—Es precioso —susurró Lilith, acariciando el lomo de un tomo enorme encuadernado en cuero—. Se siente… extraño.
No había más clientes. Solo un anciano detrás del mostrador, encorvado sobre un cuaderno. Su barba blanca caía como cascada sobre el pecho, y sus gafas parecían demasiado grandes para su rostro. Apenas alzó la vista para mirarlas, pero en ese instante Lilith sintió que sus ojos contenían un brillo peculiar, casi inquietante.
—Busquen bien —dijo con voz grave, como si recitara una frase aprendida de memoria—. Los libros no siempre eligen al lector adecuado.
Aline le lanzó una mirada divertida a Lilith, como quien escucha a un actor en escena. Sin embargo, la incomodidad persistió en el aire.
Avanzaron entre estantes, pasando los dedos sobre lomos cubiertos de polvo y símbolos extraños. Fue entonces cuando, casi al mismo tiempo, ambas se detuvieron frente a un mismo libro: un volumen mediano, con cubierta de terciopelo azul marino, donde una llave dorada estaba grabada en relieve.
El título estaba en latín, letras doradas apenas legibles:
“Clavis Somniorum”.
(La llave de los sueños).
Lilith y Aline intercambiaron una mirada que decía más que cualquier palabra. Había algo en ese libro, una vibración, un llamado silencioso.
—¿Lo abrimos? —preguntó Aline, susurrando como si temiera que el libro pudiera escucharla.
Lilith asintió lentamente. Sus dedos temblaron un poco cuando rozaron la cubierta.
El murmullo de la librería pareció intensificarse.
El terciopelo azul del libro parecía absorber la luz del entorno, como si no quisiera reflejar nada. Lilith lo sostuvo entre sus manos con cuidado, y al abrirlo un crujido suave recorrió sus páginas amarillentas. El olor era fuerte, una mezcla de incienso apagado y hojas húmedas por el tiempo.
Las primeras páginas estaban escritas en latín, con una caligrafía firme, elegante y antigua. Aline frunció el ceño, deslizando su dedo por los renglones.
—No entiendo mucho, pero… hay palabras que se repiten —murmuró—: “viaje, reflejo, umbral, doble, olvido…”
Lilith se inclinó sobre su hombro, siguiendo la lectura a medias. En cada párrafo, ciertos símbolos se dibujaban al margen: estrellas, lunas partidas, figuras que parecían espejos quebrados.
En un fragmento, traducido a medias por Aline con ayuda de las raíces latinas que reconocía, decía algo inquietante:
"Quien cruce el puente entre los sueños y la vigilia deberá pagar un precio.
Nada regresa completo, y lo que se ama en un mundo puede desvanecerse en el otro."
Lilith sintió un escalofrío.
—¿No es… demasiado extraño? —preguntó en voz baja.
Aline, en cambio, parecía fascinada. Sus ojos brillaban con esa chispa curiosa que siempre la definía.
—Es como si hablara de… de otro lugar. ¿Un mundo paralelo? ¿Un espacio de los sueños?
Mientras hojeaban, encontraron también dibujos ocultos entre las páginas: trazos en tinta sepia que representaban puertas de piedra, ríos que terminaban en un abismo, figuras humanas con alas rotas. En uno de ellos, Lilith se quedó inmóvil: era la silueta de dos chicas tomadas de la mano, caminando hacia una bóveda de luz.
El corazón le dio un vuelco.
—Aline… ¿ves esto?
Ella se inclinó para mirar, y su sonrisa se congeló un poco.
—Son… como nosotras.
En ese instante, Lilith tuvo la sensación de que la librería entera contenía la respiración, como si cada libro hubiera detenido su murmullo para observarlas.
De reojo, notó al anciano librero detrás del mostrador. No las miraba directamente, pero su postura tensa y la forma en que apretaba el cuaderno contra el pecho lo delataban. Parecía saber algo.
Aline pasó otra página, y un trozo de papel doblado cayó al suelo. Lilith lo recogió. Era un pedazo de carta manuscrita, en francés antiguo. Apenas pudieron descifrar unas frases:
"La llave no abre puertas…
abre memorias.
El espejo muestra lo perdido, pero también lo que nunca fue."
Las dos se miraron, incapaces de pronunciar palabra. Había un aire de misterio, como si el libro les hablara directamente, como si las estuviera eligiendo.
Un ruido seco interrumpió el momento: el librero carraspeó fuerte, con los ojos fijos en ellas ahora sí.
—Ese libro no está a la venta.
Su voz fue tajante, como un portazo.
Aline y Lilith se miraron, confundidas.
—¿Por qué? —preguntó Aline, casi desafiante.
El anciano bajó la mirada, murmurando apenas:
—Algunas llaves solo traen cadenas.
El murmullo de la librería volvió a llenar el aire, como un eco inquietante.
La campanilla de la puerta sonó cuando salieron, y el aire frío de París les golpeó el rostro. El contraste era brutal: de la penumbra cargada de la librería a la claridad de la calle empedrada, casi parecía que hubieran despertado de un sueño.