Montmartre, al final de la tarde, parecía más un cuadro impresionista que un barrio de París. El cielo se incendiaba en tonos naranjas, violetas y rosados que teñían las fachadas antiguas, los cafés escondidos en cada esquina y las escaleras que parecían llevar a otra época. Lilith respiraba el aire fresco, impregnado del aroma de pan recién horneado y vino derramado en alguna terraza cercana.
Aline caminaba a su lado, con una sonrisa que se disimulaba en los bordes de sus labios. Era evidente que había elegido cuidadosamente aquel lugar para esa salida: quería regalarle a Lilith un recuerdo que se quedara con ella para siempre.
—Dicen que Montmartre guarda la memoria de todos los amores que han pasado por aquí —murmuró Aline, sin mirarla directamente, como si el cielo necesitara toda su atención.
Lilith sonrió, distraída por la intensidad con que el atardecer bañaba sus manos, como si las dorara.
—Entonces, quizás nosotras también quedaremos en su memoria —respondió, en un tono ligero, aunque en su interior sentía un calor extraño que le subía por la garganta.
Subieron hasta la colina donde la basílica del Sacré-Cœur se alzaba blanca y solemne, como una guardiana eterna. La multitud se reunía en los escalones, algunos tocando guitarras, otros riendo, muchos simplemente mirando el horizonte. Entre risas compartidas y miradas tímidas, Lilith y Aline se sentaron juntas, hombro con hombro, observando cómo el sol comenzaba a rendirse ante la noche.
Era un instante suspendido, íntimo, en el que las palabras parecían sobrar. El mundo parecía reducirse a esa luz dorada y al roce apenas perceptible entre sus manos, como si una confesión muda viajara entre ellas.
Y fue entonces que alguien irrumpió en la escena.
—¡Lilith! —la voz cálida y vibrante de Camille se elevó entre la multitud.
Antes de que Lilith pudiera reaccionar, la chica corrió hacia ella y la rodeó con un abrazo fuerte, efusivo, prolongado. Camille reía, hablándole rápido en francés, como si hubieran sido amigas de toda la vida.
Lilith, sorprendida, apenas alcanzó a devolverle el gesto, torpe. No se dio cuenta del cambio repentino en la mirada de Aline hasta que Camille, aún tomada de su brazo, la arrastró un poco hacia sí como si quisiera monopolizar su atención.
La luz dorada del atardecer, antes cálida, se volvió filosa en el silencio tenso que siguió.
Aline apretó los labios y miró hacia otro lado.
—Vaya —dijo con una voz controlada, pero firme—, parece que alguien está muy contenta de verte.
Lilith, nerviosa, soltó una risa ligera que no convenció a nadie.
—Camille solo… es muy cariñosa, ya sabes.
Pero el gesto de Aline decía lo contrario. Sus ojos no estaban fijos en Camille, sino en Lilith, como si esperara una respuesta que aún no llegaba.
El atardecer continuaba tiñendo el cielo de oro, pero entre las tres chicas había comenzado a nacer una sombra.
Camille no parecía percibir la tensión. Se acomodó junto a Lilith con naturalidad, casi como si Aline no existiera. Sus palabras en francés fluían rápidas, brillantes, llenas de entusiasmo. Aunque Lilith comprendía lo esencial, a veces debía fruncir el ceño, pedirle que repitiera, y Camille respondía inclinándose hacia ella, con gestos amplios, como si cada explicación fuera un pequeño secreto compartido.
—Te dije que vendrías a Montmartre tarde o temprano —rió Camille, dándole un ligero empujón juguetón en el brazo—. Y mira, aquí estás, justo a tiempo para el cielo más hermoso del verano.
Lilith sonrió, un poco abrumada. La energía de Camille era como un torbellino: imposible de ignorar, absorbente. Había algo reconfortante en su alegría, pero también sofocante, como si su presencia cubriera el espacio entero.
Aline, en cambio, permanecía en silencio. Sus ojos seguían el horizonte, pero sus manos estaban tensas, apretadas sobre sus rodillas. No era necesario que hablara: la incomodidad emanaba de ella como una sombra.
Camille sacó de su bolso una pequeña libreta de bocetos y se la mostró a Lilith. Había dibujos rápidos de rostros, edificios, incluso de un atardecer en trazos desordenados.
—Dibujo a la gente que me inspira —explicó, con una sonrisa torcida—. Mira… incluso tengo uno tuyo.
Lilith abrió los ojos sorprendida al reconocer su propio perfil en un trazo apresurado, hecho seguramente en alguna de sus primeras salidas juntas.
—¿Yo? —preguntó, riendo nerviosa.
—Claro —contestó Camille, mirándola de frente, sin titubeos—. Tienes un rostro que pide ser dibujado.
Aline finalmente giró la cabeza, clavando la mirada en Camille. No dijo nada, pero el destello en sus ojos hablaba por sí mismo. Camille, quizás intencionadamente, sostuvo el contacto visual apenas un segundo antes de volver a centrarse en Lilith.
—Deberíamos hacer esto más seguido —continuó Camille, acariciando con el dedo el borde de la libreta—. París no se agota nunca.
Lilith asentía, sintiendo que las palabras de su amiga flotaban sobre ella como un perfume intenso, difícil de escapar. Y sin embargo, con cada gesto de Camille, con cada risa que compartía, percibía más claramente la creciente incomodidad de Aline, como si su silencio se volviera un muro invisible entre las tres.
El cielo se tornaba más rojo, más profundo, como si el atardecer mismo reflejara esa tensión callada.
Lilith, atrapada entre dos presencias que la jalaban en direcciones opuestas, sintió un peso extraño en el pecho: ¿cómo podía algo tan hermoso como ese paisaje estar teñido de tanta incomodidad?
El atardecer seguía encendiéndose sobre la colina, pintando las fachadas con destellos dorados. El aire estaba lleno de conversaciones dispersas, guitarras de músicos callejeros, pasos apresurados de turistas que buscaban el mejor ángulo para sus fotografías. Todo parecía estar en armonía, menos ellas.
Camille se levantó para ir a comprar una botella de agua en un puesto cercano, dejándolas solas por unos minutos. Ese silencio, lejos de traer alivio, se volvió insoportable.