Aline
El eco de sus pasos sobre el empedrado resonaba más fuerte que las voces de los transeúntes. Aline descendía las calles de Montmartre como si huyera, con la respiración entrecortada, las manos crispadas dentro de los bolsillos y el corazón golpeándole el pecho. No miraba atrás. No quería ver la silueta de Lilith, no quería arriesgarse a que la siguiera, no quería que nadie fuese testigo de cómo el orgullo y el miedo la estaban desbordando.
Al entrar en su pequeño departamento, el silencio la recibió con brutalidad. Cerró la puerta de un golpe y apoyó la espalda contra ella, dejando que su cuerpo se deslizara hacia el suelo. Sintió la garganta arder, pero no dejó que las lágrimas cayeran todavía. Apretó los dientes con fuerza.
—No voy a llorar por esto… —susurró, aunque en el fondo sabía que era una mentira.
Se levantó con torpeza, dejó la bolsa sobre una silla y se dirigió hacia la ventana. París seguía viva allá afuera, con las luces encendiéndose una a una, pero para Aline todo parecía distante, irreal.
Se vio reflejada en el vidrio: el rostro enrojecido, los ojos cargados de rabia y dolor. Y en ese espejo improvisado se atrevió a decir lo que no pudo en el mirador:
—Lilith… ¿por qué siempre tienes que hacerme sentir así? Como si nunca fuera suficiente. Como si mi lugar a tu lado pudiera ser reemplazado por cualquiera.
La voz se quebró y, por fin, las lágrimas corrieron. Aline no era de llorar fácilmente; siempre había aprendido a sostenerse sola, a cargar con su propia furia y a convertirla en armas o muros. Pero con Lilith era diferente. Lilith la desarmaba, la volvía vulnerable, la hacía sentir demasiado.
Se tumbó en la cama sin desvestirse, abrazando la almohada como si quisiera estrangularla. Por unos segundos dejó que la rabia fuera su escudo, que el resentimiento se alzara como muralla. Pero en la grieta inevitable del cansancio, apareció la verdad: no estaba enojada solo por Camille. Estaba enojada porque amaba demasiado a Lilith y no sabía cómo manejar ese amor que la devoraba.
La noche avanzó lentamente, y en la penumbra de su habitación Aline cerró los ojos. Una frase surgió en su mente, como un murmullo que no sabía si pertenecía a ella o a algún sueño:
"A veces, lo que más amamos es lo que más nos hiere."
Y con ese pensamiento, el insomnio se convirtió en su única compañía.
Aline no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos volvía a ver la escena en Montmartre: Camille rodeando a Lilith con sus brazos, ese abrazo largo, casi innecesario, y el rostro de Lilith, confundida, atrapada en medio de un gesto que Aline interpretaba como traición.
Cuando el reloj marcó la medianoche, se rindió. Se puso un suéter y salió a la calle. El aire de París era frío, húmedo, pero la ayudaba a enfriar la sangre que aún ardía. Caminó sin rumbo fijo hasta que sus pasos la llevaron a un pequeño café abierto hasta tarde, uno de esos lugares que conocía bien porque ahí trabajaba de vez en cuando un amigo suyo: Mathis.
—Aline… —la reconoció apenas cruzó la puerta, con una ceja arqueada—. ¿Otra vez huyendo de tus fantasmas?
Ella sonrió con cansancio y se sentó en la barra.
—No huyendo… solo evitando pensar demasiado.
Mathis sirvió un café fuerte sin preguntar. Era un chico de su edad, de cabello revuelto y mirada penetrante, alguien que había aprendido a leerla demasiado bien desde que se conocieron en la universidad.
—¿Lilith? —preguntó directo, como siempre hacía.
Aline bajó la mirada.
—¿Tan obvio es?
—No necesitas decir nada. Cuando se trata de ella, te transformas… —dejó la taza frente a ella y la miró fijamente—. Pero también te destruyes un poco.
El silencio cayó entre los dos, apenas roto por el murmullo de otros clientes. Aline bebió un sorbo de café, amargo y denso, como sus pensamientos.
—Hoy… la vi con Camille. —Las palabras le salieron en un susurro. Su garganta dolía al pronunciarlas—. No fue nada, lo sé… pero sentí que me arrancaban algo del pecho.
Mathis se recargó contra la barra, pensativo.
—¿Y le dijiste cómo te hizo sentir?
Aline soltó una risa amarga.
—Le grité. Le dije cosas que ni siquiera quería decir. No sé… a veces siento que con Lilith no tengo control. Es como si ella fuera el centro de gravedad y yo apenas un satélite orbitando, destinado a perderme en cuanto aparezca otra estrella más brillante.
Mathis chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—¿Sabes qué pienso? Que no es ella la que te hace sentir reemplazable, eres tú misma. Te castigas demasiado.
Aline levantó la vista, con los ojos vidriosos.
—No entiendes, Mathis. Lilith no es cualquiera. Ella… ella me mira y es como si me viera entera. Pero cuando alguien más la toca, cuando alguien más la hace reír… me siento invisible.
Mathis la observó un instante largo, como calibrando sus palabras. Finalmente, se inclinó hacia ella y dijo en voz baja:
—Entonces decide, Aline. O le dices la verdad, con toda la crudeza de lo que sientes, o te quedas atrapada en este ciclo de celos y silencios. Pero si sigues callando, lo único que harás será perderla.
El consejo pesó como plomo en su pecho. Aline apretó la taza entre las manos, como si buscara calor en un invierno interno. No respondió enseguida. Solo pensó en Lilith, en sus ojos profundos, en esa mezcla de ternura y fuerza que siempre la dejaba sin defensas.
Esa noche salió del café con el corazón un poco más agitado que al entrar. Y aunque París seguía iluminada, Aline sintió que sus pasos caminaban directo hacia una sombra más grande que todavía no sabía cómo nombrar.
De regreso en su habitación, Aline se dejó caer sobre la cama sin siquiera quitarse los zapatos. París dormía al otro lado de la ventana, pero dentro de ella había un insomnio que no se apagaba. Cerró los ojos y lo primero que vio fue el rostro de Lilith, iluminado por la luz anaranjada del atardecer en Montmartre.