En otra vida si

El último atardecer

El sol descendía lento sobre París, tiñendo los tejados de un resplandor dorado que parecía inventado para quedarse en la memoria. Aline y Lilith caminaban juntas hacia la colina de Montmartre, sin prisa, con la sensación de que aquel paseo tenía un peso distinto, casi solemne.

El aire estaba fresco, impregnado del aroma a castañas asadas que vendían en la esquina. Aline había tomado del brazo a Lilith de manera natural, como si fuera lo más sencillo del mundo caminar así, enlazadas, mientras el cielo comenzaba a encenderse en tonos rosados y anaranjados.

Se sentaron en un pequeño muro frente al horizonte, justo donde la ciudad se desplegaba como un océano de luces aún dormidas. Lilith respiró hondo, como si buscara reunir valor, y después de un silencio prolongado, habló:

—Aline… tengo que decirte algo.

La joven la miró con una mezcla de intriga y ligera inquietud. Lilith bajó la vista, jugando con la correa de la cámara entre sus manos.

—Mañana… regreso a México.

El mundo pareció detenerse por un segundo. El viento sopló más fuerte, moviendo el cabello de Aline, que no supo qué responder de inmediato. Sus labios se entreabrieron, pero ninguna palabra salió al principio.

—¿Mañana? —repitió, como si al pronunciarlo pudiera cambiar la realidad.
Lilith asintió, con los ojos brillantes por la emoción contenida.
—Sí… todo pasó más rápido de lo que pensé. Me duele decirlo, pero… es el momento de volver.

Aline apartó la mirada hacia el horizonte, donde el sol ya empezaba a tocar la línea de los edificios. Sintió un nudo en la garganta, una mezcla de tristeza y resistencia, como si de pronto el tiempo se hubiera vuelto un enemigo.

—Entonces… —susurró—, hoy es nuestro último día.

Lilith inclinó la cabeza, acercándose un poco, como si quisiera darle fuerza con su proximidad.
—Sí. Por eso quiero que nos quedemos juntas hasta el final, hasta que la noche se apague. Quiero que este día sea solo nuestro.

Aline la miró de nuevo, y en sus ojos había un brillo húmedo que no logró ocultar. Sonrió, pero era una sonrisa rota, temblorosa.

—Está bien —dijo con firmeza, apretando la mano de Lilith—. No voy a dejar que pensemos en mañana. Solo existe hoy.

El sol, como si escuchara la promesa, se hundía más en el horizonte, tiñendo de fuego el cielo. París, bajo ellas, parecía contener la respiración.

Y así comenzó el último atardecer que compartirían.

Tras aquella confesión en Montmartre, ambas se miraron como si hubieran sellado un pacto invisible: ningún segundo debía desperdiciarse. Bajaron la colina entre conversaciones interrumpidas por risas repentinas, empujoncitos juguetones y silencios llenos de lo que ninguna de las dos se atrevía a decir.

Primero caminaron por las callejuelas empedradas, iluminadas por faroles que empezaban a encenderse. Una anciana artista pintaba un retrato en vivo, y Aline se detuvo un instante, observando el trazo firme de su pincel.
—Mira, Lilith —dijo con esa chispa que aparecía en su voz cuando algo la conmovía—. Quizá nosotras también seamos como un cuadro: un instante atrapado para siempre.
Lilith sonrió, y sin pensarlo, levantó la cámara para capturarla en ese momento.
—Ya lo somos —respondió, bajando la cámara—, aunque no quieras admitirlo.

La tarde avanzó, y caminaron hacia la ribera del Sena. El agua reflejaba las luces anaranjadas del atardecer, y en los puentes había músicos callejeros que llenaban el aire de acordes suaves. En un momento, un violinista interpretaba una melodía melancólica, y Lilith se detuvo, perdiéndose en el sonido. Aline, casi sin darse cuenta, tomó su mano. Lilith la miró, sorprendida, pero no apartó la suya.

Cruzaron el puente con las manos rozándose, y cuando se detuvieron a observar los candados del amor colgados en las rejas, Aline dijo con una media sonrisa:
—Si creyera en estas cosas, te propondría que dejáramos uno aquí.
Lilith se rió, nerviosa, bajando la mirada.
—Y si yo creyera… aceptaría.

Ambas quedaron en silencio, demasiado conscientes del roce de sus dedos, hasta que una ráfaga de viento las hizo soltar una carcajada y disolver la tensión.

Siguieron caminando, buscando un pequeño café para descansar. Entraron en uno donde las mesas eran diminutas y el aroma a café tostado impregnaba el aire. Sentadas frente a frente, jugaron a describir cómo se verían dentro de diez años.
—Yo me imagino con muchos gatos —dijo Lilith, riendo.
—Yo también —replicó Aline—, pero contigo gritándome porque uno de ellos se subió a la mesa.
Rieron juntas, y durante unos segundos sus rostros quedaron tan cerca que el mundo desapareció. Los labios de Lilith se entreabrieron apenas, el corazón de Aline golpeaba fuerte en su pecho… pero justo entonces el mesero llegó con dos tazas, interrumpiendo la magia. Ambas agradecieron casi en un susurro, sin atreverse a mirarse directamente, como si se hubieran descubierto demasiado.

Más tarde caminaron por la Place des Vosges, donde las luces nocturnas empezaban a despertar. Aline, de pronto, se atrevió a empujar juguetonamente a Lilith contra una columna, quedando frente a ella, muy cerca.
—¿Sabes? —murmuró, su voz apenas audible—. Creo que París nunca va a ser igual después de ti.
Lilith tragó saliva, nerviosa. Su respiración chocaba con la de Aline. Había un segundo, uno diminuto y eterno, en que solo bastaba inclinarse un poco más… pero ambas retrocedieron al mismo tiempo, como si el peso del instante las hubiera asustado.

Caminaron entonces hacia la Torre Eiffel, que ya brillaba en la distancia como un faro de cristal. Desde el Trocadéro se sentaron en las escalinatas, mirando cómo las luces parpadeaban cada hora. Aline recargó la cabeza sobre el hombro de Lilith, y ella dejó que el silencio hablara por las dos.

Era un día que sabían irrepetible, una danza de risas, confesiones y temblores contenidos, de besos que se quedaron en el aire. Un día donde cada lugar de París parecía un escenario dispuesto solo para ellas.




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