La claridad tímida de la mañana se filtraba por la ventana, tiñendo el departamento con un resplandor dorado y suave. El murmullo lejano de la ciudad aún adormecida contrastaba con la calma que reinaba en el pequeño sofá.
Lilith abrió lentamente los ojos y lo primero que percibió fue el calor cercano del cuerpo de Aline. Su rostro estaba a escasos centímetros del suyo, y su respiración pausada rozaba apenas su mejilla. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba, pero cuando lo hizo, una especie de dulzura le recorrió el pecho: había dormido abrazada a ella, como si el mundo entero hubiera desaparecido en el silencio de la noche.
No quería moverse. Se sentía protegida, sostenida, como si en ese instante la vida le hubiera concedido un refugio secreto que no estaba dispuesta a soltar tan fácilmente. Aline aún dormía, con el cabello revuelto cayéndole sobre el rostro, y Lilith se sorprendió a sí misma deseando quedarse ahí para siempre, atrapada en la quietud de ese amanecer compartido.
Con cuidado, dejó que sus dedos rozaran apenas la tela de la manga de Aline, como si confirmara que aquello era real. Un pensamiento fugaz y punzante cruzó su mente: pronto tendría que marcharse, volver a México, dejar atrás este calor y este lazo recién nacido. La idea la llenó de un peso sordo en el pecho.
Suspiró hondo, hundiendo el rostro un poco más contra el hombro de Aline, como si así pudiera robarle a la mañana unos minutos más. No quería que la rutina del viaje, las despedidas y la distancia se impusieran todavía. No quería irse.
En silencio, cerró otra vez los ojos, como una niña que se aferra a un sueño hermoso, intentando engañarse a sí misma con la ilusión de que si no se movía, el tiempo se detendría.
Aline se revolvió suavemente, aún dormida, y sin darse cuenta estrechó un poco más el abrazo. Ese gesto involuntario bastó para arrancarle a Lilith una sonrisa melancólica.
—Ojalá pudiera quedarme aquí… —murmuró, apenas audible, como un secreto confesado a la mañana.
El sol, implacable, seguía subiendo en el horizonte, recordándole que el día había comenzado, que pronto tendría que levantarse y enfrentar la despedida. Pero por un instante más, Lilith eligió no escuchar, aferrándose a ese calor como si fuera la última chispa de un fuego que estaba a punto de extinguirse.
El aroma del café recién hecho llenaba el pequeño departamento. Aline se movía de un lado a otro en la cocina, descalza, con un aire distraído pero dulce, mientras Lilith se sentaba a la mesa, aún con el cabello alborotado por la noche. Había algo en esa escena que le resultaba dolorosamente cotidiano: como si pudieran repetirla mil veces más, como si hubiera un futuro en el que desayunar juntas fuera parte de la rutina. Pero ese futuro no existía.
—No eres de las que desayunan mucho, ¿verdad? —preguntó Aline con una sonrisa ligera, sirviéndole una taza.
—Depende… si estoy nerviosa, menos. —Lilith giró la taza en sus manos, esquivando la mirada por un momento.
—¿Y hoy? —Aline se inclinó contra el respaldo de la silla, observándola con calma.
—Hoy… tengo un nudo en el estómago.
El silencio que siguió fue tan elocuente que ninguna necesitó explicarlo. El regreso a México flotaba sobre la mesa como un fantasma inevitable.
Aline rompió la quietud con un gesto exagerado, untando mantequilla en una tostada.
—Mira, si te vas con el estómago vacío vas a pensar que París no sabe a nada —dijo, y le tendió el plato.
Lilith rió, suave, agradecida de que Aline supiera cómo aligerar la tensión. Mordió la tostada y luego, con un suspiro, dejó caer las palabras que llevaba guardando toda la mañana:
—No quiero irme.
La confesión salió en un hilo de voz, pero resonó en el espacio como un trueno contenido. Aline dejó la taza a un lado, mirándola en silencio, como si buscara descifrar todas las capas de esa frase.
—Lo sé… —respondió al fin, con ternura. Se inclinó hacia ella, apoyando el codo en la mesa—. Pero vas a volver, ¿verdad? Esto no es un adiós definitivo.
Lilith bajó la mirada a su taza de café, siguiendo las ondas oscuras como si ahí pudiera encontrar respuestas.
—Quiero volver. Pero también sé que allá la vida me va a jalar… que quizá todo esto quede como un recuerdo.
Aline alargó la mano y la posó sobre la suya, con una firmeza cálida que hizo temblar a Lilith.
—No quiero ser un recuerdo —dijo, con una franqueza que desarmó el aire—. Quiero ser algo más, aunque sea desde lejos.
Lilith la miró entonces, con los ojos brillando entre el miedo y la ternura. No encontró palabras; solo asintió, apretando su mano, como quien se aferra a la única certeza posible.
Un rayo de luz entró por la ventana, bañando la mesa en dorado. Entre el café, las tostadas y las manos entrelazadas, el tiempo pareció suspenderse por un instante. Pero bajo la calma del desayuno, ambas sabían que la cuenta regresiva había comenzado.
Salieron del departamento en silencio, con ese tipo de quietud que no nace de la incomodidad, sino del miedo a romper algo frágil. Aline cerró la puerta despacio, como si cada gesto contara, y cuando bajaron las escaleras estrechas del edificio, el eco de sus pasos resonó en una complicidad callada.
El aire de París tenía ese aroma húmedo y fresco que precede al movimiento de la ciudad. Era temprano, las calles todavía no se llenaban de turistas, y la calma del momento hacía que todo se sintiera más íntimo. Lilith ajustó su abrigo, abrazándose un poco contra el frío, y Aline, sin pensarlo, le acomodó el cuello de la bufanda. El roce fue breve, pero suficiente para hacer que ambas se miraran apenas un segundo, con una mezcla de ternura y nervios que las obligó a apartar la vista enseguida.
—Nunca me habían acompañado así… —murmuró Lilith, mientras caminaban.
—¿Así cómo? —preguntó Aline, con media sonrisa.
—Con tanto cuidado. Como si cada paso importara.
Aline no respondió de inmediato. Solo la miró de reojo, pensativa, y al cabo dijo:
—Es que cada paso importa. Al menos contigo.