En otra vida si

El viaje en carretera

El auto familiar avanzaba entre el tráfico interminable de la ciudad. El calor de la tarde se filtraba por las ventanillas, aun con el aire acondicionado luchando por refrescar el ambiente. Afuera, todo era caos: vendedores ofreciendo dulces en los semáforos, el rugido constante de claxon, motocicletas zigzagueando con prisa.

Lilith se recargó contra el asiento, mirando la multitud desde el vidrio. El zumbido de la ciudad le resultaba ajeno, distante. Había dejado París apenas unas horas atrás, y ya sentía que todo lo vivido allá se desdibujaba como un sueño.

Edric, sentado adelante, giró la cabeza hacia ella con una sonrisa pícara.
—A ver, hermanita… ¿nos vas a traer a la francesa esa o qué? —dijo con tono burlón, como queriendo arrancarle una risa.

Nicolás, desde el otro costado, soltó una carcajada.
—¡Sí! La que te tenía toda embobada… ¿cómo era? ¿Adeline? ¿Amandine?

—Aline —corrigió Lysander desde el asiento trasero, en voz baja pero firme.

—¡Eso! Aline, la del acento bonito —remató Nicolás con exageración teatral, fingiendo un tono afrancesado que hizo que Edric casi se doblara de la risa.

Lilith apretó los labios, intentando no sonreír, pero una chispa de risa le salió entre dientes.
—Ustedes no cambian —murmuró, dándoles un ligero manotazo en el hombro.

—Ni queremos —contestó Edric, triunfante.

Los tres hermanos continuaron entre bromas y comentarios absurdos: que si Aline seguro la estaba esperando con una torre Eiffel en miniatura, que si en Puebla habría que enseñarle a comer tacos de tripa, que si las francesas soportaban el picante o no.

Sin embargo, la risa de Lilith se fue apagando poco a poco al sentir un peso distinto en el ambiente. Giró la cabeza: en el asiento del conductor, su padre no se había sumado a ninguna de las bromas. Tenía la mandíbula apretada, los nudillos marcados en el volante, y la mirada fija en la carretera, como si la ruta hacia Puebla fuera más importante que cualquier palabra.

Pero no era la carretera lo que lo mantenía en silencio. Cada tanto, en el reflejo del retrovisor, Lilith sentía esos ojos oscuros posados sobre ella. No eran neutrales: había enojo, quizá decepción, y una incomodidad silenciosa que cortaba el aire en el coche.

Lysander lo notó. Carraspeó suavemente y cambió de tema, hablando de cualquier cosa —un recuerdo de la infancia, una anécdota absurda en París— para que la tensión se diluyera.

Lilith, sin embargo, lo sintió todo. El cariño de sus hermanos era un escudo, pero la mirada dura de su padre estaba ahí, clavada como una espina.

El camino hacia Puebla parecía eterno. Cada curva, cada señal de carretera, cada cambio de paisaje era también un recordatorio de que no había vuelta atrás.

El tráfico pesado de la capital quedó atrás poco a poco, como si la ciudad misma los escupiera hacia la carretera. Los claxon se desvanecieron y, en su lugar, apareció el rumor constante de los neumáticos deslizándose sobre el asfalto.

El paisaje comenzó a cambiar: primero los interminables anuncios espectaculares que enmarcaban la salida de la ciudad, luego pequeños pueblos con casas de techos rojos y fachadas deslavadas por el sol. A un lado, las montañas se alzaban con tonos azules y verdes que parecían respirar, vigilando silenciosas a los viajeros.

Lilith pegó la frente contra la ventana. El cristal estaba tibio, casi caliente, y transmitía una sensación de realidad que contrastaba con la irrealidad de lo vivido en París. Afuera pasaban campos secos, con espigas doradas agitadas por el viento, y luego árboles que daban la ilusión de túneles verdes bajo la tarde.

—Mira, Lili —dijo Nicolás, señalando hacia el horizonte—. El Popo y el Izta. Te estaban esperando.

Lilith alzó la mirada y ahí estaban: las dos montañas, inmensas, como guardianes antiguos de su tierra. Una mezcla de nostalgia y desazón le apretó el pecho. No sabía si sentirse reconfortada o atrapada.

Edric abrió la ventana unos segundos, dejando entrar el olor a tierra y gasolina.
—Huele a México, ¿no? —comentó con un aire de broma, pero sus palabras se quedaron flotando.

Lysander, más callado, observaba también por la ventana.
—Es distinto… como si el aire aquí pesara más —murmuró.

Lilith asintió apenas, comprendiendo demasiado bien. En París todo había sido ligereza, libertad, descubrimiento. Aquí, en cambio, cada kilómetro parecía ponerle más peso sobre los hombros.

El cielo comenzaba a pintarse de naranja y violeta. Desde el coche, podían verse los pueblos iluminados con pequeñas luces titilantes, como si fueran brasas encendidas en la inmensidad de la llanura.

Por dentro, Lilith sentía que esas luces eran recuerdos: una parte de ella reconocía ese paisaje, lo llamaba hogar, pero otra quería seguir mirando hacia atrás, hacia un continente que ahora le parecía tan lejano como un sueño inalcanzable.

El silencio en el coche se volvió denso. Solo los hermanos, de vez en cuando, lanzaban un comentario ligero para mantener el ánimo arriba. Pero Lilith sabía que todos, incluso ellos, sentían ese contraste: la belleza de volver, mezclada con el peso de lo que ya no sería igual.

El vaivén del coche, el murmullo constante de las llantas sobre el asfalto, hicieron que Lilith se hundiera un poco más en sus pensamientos. Miraba los campos dorados, los volcanes a lo lejos, los pueblos con casas humildes… y en su mente comenzó a dibujar un escenario distinto.

Se imaginó en el mismo asiento, pero no con el rostro serio de su padre a unos metros ni con sus hermanos lanzando bromas forzadas. Se imaginó a Aline junto a ella, con el cabello desordenado por el viento de la ventana entreabierta, riendo con esa risa clara que parecía capaz de disolver cualquier peso.

En la fantasía, Aline señalaba los volcanes y le decía algo cursi en francés, comparando las montañas con gigantes dormidos que custodiaban su camino. Lilith la veía y no podía evitar sonrojarse. Quizá hasta se atrevería a recostarse en su hombro, a entrelazar sus dedos con los de ella mientras el coche avanzaba bajo la tarde.




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