El coche seguía avanzando bajo un cielo cada vez más nublado. Los hermanos de Lilith, cansados de reír, habían caído en un silencio disperso: Nicolás dormitaba, Lysander miraba su teléfono y Edric tarareaba algo apenas audible. En ese hueco de calma, la voz del padre surgió de golpe, grave pero controlada:
—Así que… esa muchacha, la francesa. ¿Aline, no? —dijo, sin apartar los ojos de la carretera.
Lilith sintió un vuelco en el pecho. Dudó un instante, pero respondió con cautela:
—Sí, papá. Aline.
Él asintió, con un gesto seco, antes de continuar:
—Parecía muy… cercana a ti.
Lilith tragó saliva.
—Lo es. Me ayudó mucho en París. Fue mi amiga cuando más lo necesitaba.
—¿Amiga? —repitió él, la palabra cargada de un tono que perforaba.
—Papá… —Lilith respiró hondo, mirando hacia sus manos entrelazadas—. No es solo mi amiga.
El silencio se volvió insoportable. El motor y el golpeteo de la carretera parecían rugir más fuerte en ese vacío.
—Lo sabía —soltó él al fin, con un resoplido que mezclaba molestia y decepción—. Lo noté desde la estación. Te besaste con ella… delante de todos, Lilith. ¿Acaso no piensas en lo que eso significa para tu familia?
Las palabras la atravesaron como un cuchillo.
—¿Y qué tiene de malo, papá? —su voz temblaba, pero era firme—. La quiero. Y no me avergüenzo de eso.
—¿No te avergüenzas? —dijo él, subiendo el tono, sin gritar, pero con esa fuerza que imponía miedo—. Eres mi hija. No traje a mi familia de vuelta a México para que me faltes al respeto con… tonterías.
—¿Tonterías? —repitió ella, sintiendo que las lágrimas le ardían detrás de los ojos—. ¡No son tonterías! Ella es la primera persona que me hizo sentir que de verdad puedo ser yo misma.
Los hermanos levantaron la vista, inquietos por el tono de la discusión. Edric dejó de tararear; Lysander se quitó los auriculares; Nicolás fingió estar dormido, pero sus hombros tensos lo traicionaban.
El padre apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Mientras vivas bajo mi techo, vas a respetar mis reglas. Y aquí, en esta tierra, las cosas son diferentes. ¿Entiendes?
Lilith giró la cara hacia la ventana, incapaz de mirarlo. La rabia y el dolor la ahogaban, pero apenas alcanzó a murmurar:
—No, papá. No voy a dejar de ser quien soy.
Un silencio denso cubrió el coche. Nadie se atrevió a intervenir. La carretera se extendía infinita frente a ellos, y cada kilómetro parecía abrir una grieta más honda entre padre e hija.
El auto avanzaba sin pausa, el paisaje cambiando lentamente de tonos verdes a marrones, con montañas que parecían testigos mudos del enfrentamiento que se desataba dentro. El aire estaba tan cargado que hasta Nicolás había dejado de fingir dormir.
El padre volvió a hablar, esta vez con un tono más cortante, casi como si cada palabra estuviera destinada a herir:
—¿Sabes qué es lo que más me duele, Lilith? —dijo, con los ojos fijos en el camino—. Que mientras yo me mataba trabajando para darte una vida, para que estudiaras, para que viajaras, tú allá, en Europa, te dedicaste a… perderte con esas ideas.
Lilith cerró los ojos un instante.
—No me perdí, papá. Allá fue donde me encontré.
El padre bufó, sarcástico.
—Encontrarte… ¿llamándole amor a una confusión? ¿Diciéndome en mi cara que prefieres estar con una mujer? Eso no es encontrarse, hija, eso es faltarte al respeto tú sola.
Las palabras cayeron como piedras dentro del coche. Lysander se removió incómodo en el asiento, pero no dijo nada.
Lilith volteó, enfrentándolo con la voz quebrada, pero fuerte:
—¿Y si es amor, papá? ¿Y si Aline es lo que siempre estuve buscando? ¿También lo vas a llamar confusión?
Él golpeó el volante con la mano abierta, haciendo que todos dieran un pequeño salto.
—¡Claro que es una confusión! —tronó—. ¡Tú no sabes lo que dices! Eso no es normal, Lilith, no lo es, y no voy a permitir que traigas vergüenza a mi familia.
Lilith sintió cómo la rabia le subía por el pecho. Su respiración era rápida, y aunque sus manos temblaban, no bajó la voz:
—¡La vergüenza es negar lo que uno es! ¡La vergüenza es vivir con miedo!
El padre la miró apenas de reojo, sus labios apretados en una línea dura.
—Cuando tengas mi edad vas a entender —dijo, pero el tono no era de consejo sino de sentencia—. Vas a ver que la vida no se trata de caprichos ni de romances de juventud.
Lilith no pudo contener una carcajada amarga.
—¿Eso piensas que es Aline? ¿Un capricho? —su voz se quebró, pero lo miraba con determinación—. ¡Ella fue lo único verdadero que tuve allá!
El padre respiró hondo, como intentando calmarse, pero terminó escupiendo con dureza:
—Si eso es lo único verdadero que tienes, entonces tu vida está construida sobre nada.
Las palabras la desgarraron. Sintió que le habían arrancado algo del pecho. Por primera vez, Lilith bajó la mirada, no porque dudara, sino porque la herida ardía demasiado.
El coche quedó en silencio, pero ya no era un silencio expectante, sino uno lleno de fragmentos rotos que ninguno sabía cómo recoger.
El aire dentro del coche se volvió insoportable. Cada palabra del padre era como un golpe seco contra Lilith, y ella ya no podía contener el temblor en sus manos. Quiso responderle, gritarle todo lo que llevaba años callando, pero antes de que pudiera abrir la boca, Nicolás se adelantó:
—¡Ya basta, papá! —dijo con voz firme, la mandíbula apretada—. Siempre es lo mismo. Siempre intentando moldear a todos a tu manera.
El padre lo miró por el retrovisor con un gesto fulminante.
—No te metas, Nicolás. Esto no es contigo.
Nicolás apretó los puños.
—Claro que es conmigo. Es con todos nosotros. Siempre lo ha sido. ¿O crees que no nos dimos cuenta de cómo la presionabas desde antes?
Edric, que había estado en silencio, intervino con un tono más suave pero no menos firme:
—Papá… Lilith no está haciendo nada malo. Sólo está… siendo ella. ¿Por qué te cuesta tanto aceptar eso?