Mis ojos se habían cansado de tanto mirar el techo blanco, vacio y muy amplio, de mi habitación. Era muy extraño decir «mi habitación», se sentía impropio, algo que no era mío. Con el tiempo me había acostumbrado a pasar de hotel en hotel, mirando diferentes techos de habitación cada semana. Y volver a estar en este lugar, que se decía era mío, sabiendo que ya no podría ver más techos diferentes, me hacía sentir un tanto desconsolada por dentro.
También estaba el hecho de que aquí olía a limpio, no a desinfectantes, o cloro, solo a limpio, es decir, no olía a nada. En las habitaciones de hotel olía a humedad, claro, los de baja categoría, y en los más lujosillos que había estado olía exactamente como mi habitación, sin embargo; allí podía escuchar a niños gritar, los golpes en la puerta seguidos de un «servicio a la habitación», o descontrolados gemidos que venían del cuarto de ha lado.
Aquí no se escuchaba nada, era como una habitación alejada del mundo entero, y eso me inquietaba bastante.
Me preguntaba si todos los días serían así, si podría acostumbrarme a este lugar otra vez.
¿Cómo puedo acostumbrarme a tener las manos atadas cuando fui libre por dos años?
Esperaba volver a familiarizarme pronto, porque dudaba poder soportar no dormir durante días.
Alejé el edredón de encima de mí, dejándome al descubierto. Moví los dedos de mis pies y los observé como si realmente fuesen algo interesante. Luego, con desgano, me levanté y procuré ponerme las pantuflas. Debía recordar que aquí no podía andar descalza, debía recordar que esto no era una habitación de un hotel de lujo. Debía recordar que aquí debía actuar como una dama.
— Le hubiera pedido un par de años más. —balbucee.
Salí de la habitación, en silencio, con sigilo, como si yo fuese un ladrón acabando de cometer su crimen. Aunque, si esas fueran mis circunstancias, básicamente estaría robando en mi propia casa.
Caminé por un pasillo con dirección a las escaleras, no pude evitar dirigir los ojos a un retrato colgado en la pared. En el cuadro solo estábamos mi mamá, mi hermano y yo. Fingiendo a la perfección sonrisas de felicidad.
La ignoré, y empecé a descender por las escaleras con el mismo sigilo. Me pregunté si era normal que una casa estuviera sumida en tanto silencio como esta. Incluso, hasta daría un poco de miedo caminar por aquí, sin saber con qué te podrías encontrar.
— ¿Qué está haciendo?
La voz extraña provocó que brincara y que mi corazón comenzara a latir a mil por segundo.
Me giré, helada y a su vez con el ceño fruncido, para encarar a quien sea que me haya dado tremendo susto.
— ¡Casi me matas, Soraya!
La joven rubia vestida con uniforme de servicio, se disculpó y supe que su voz estaba teñida de gracia.
— ¿Está buscando algo? —me preguntó.
— De hecho, estoy buscando a mi mamá.
Sus labios se convirtieron en una fina línea.
— Ella no está. La semana pasada fue a un viaje de negocios y aún no regresa.
Bufé.
Y no me sentí decepcionada en lo absoluto. Estaba familiarizada con esto, a que mi mamá saliera por semanas y sin tener noticias de ella, pero no había de que preocuparse, siempre se encontraba bien. Además, para ella siempre eran primero los negocios. Segundo, los negocios. Tercero, la familia.
Si, definitivamente yo no era su prioridad.
— Supongo que olvidó que yo regresaba ayer.
La rubia asintió.
— ¿Y nana? Anoche llegué muy tarde, así que no tuve la oportunidad de saludar a nadie. —esperé a que respondiera pero la detuve rápidamente cuando me di cuenta de lo despistada que había sido— Hola, por cierto.
— Hola. —sonrió. — La señora Martha está en la cocina, preparando su desayuno.
— Gracias. —contesté y me movilicé hacia la cocina.
Si, quizás no tenía a la mejor mamá del mundo pero tenía otra cosa mucho mejor y eso era mi nana, la mujer que ha estado conmigo desde que mi madre me trajo a este trágico mundo. Así que estaba de más decir que esa anciana es una de las personas más importantes de mi vida, y de verdad, me moría de ganas por verla.
Moría por ver lo canoso que se había convertido su cabello. Sus nuevas arrugas. Los reproches que tenía para mí. Moría de ganas porque me abrazara, como hacía en las noches de frío o cuando mi madre hacía algo tremendamente malo y yo me echaba a llorar.
Sus abrazos y sus palabras podían curar cualquier mal. Ella siempre sabía que decir en los momentos difíciles, y en el transcurso de estos dos años que pase fuera de casa, había tenido muchos malos momentos, y nana me había hecho demasiada falta. Hubo días en los que quise venir corriendo a verla pero me contenía; debía entender que no moriría estando sola.