En serie

Una mujer extraña



 

Afirmación dos: Tableta sueño profundo producir sueño profundo.

Afirmación tres: Una hora sueño profundo igual tres horas sueño normal.

Afirmación cuatro: Adam Smith tomar tableta sueño profundo.

Recomendación: Ser como Adam Smith, tomar tableta sueño profundo, no perder tiempo."

Los airbags rodearon al hombre como una nube que ahogaba sus sentidos. Una nube que olía a polvos de talco y a neumáticos quemados. Cuando por fin emergió de debajo de su abrazo, se quedó sentado unos segundos sin saber muy bien dónde estaba, hasta que volvió a fijarse en la mujer parada en la carretera de tal forma que su contorno se recortaba ante la luz del sol e Ignacio no fue capaz de distinguir las facciones de su cara que quedaba en penumbras. Lo que sí estaba claro es que contemplaba el coche tirado en la cuneta con interés.

—¡Virus! —maldijo el hombre.

Escuchó un zumbido metálico que provenía de la parte de atrás del vehículo. Supuso que el robot mecánico de a bordo se había activado con el golpe.

—Orden: Reporte daños vehículo —exigió ignorando las migrañas reactivadas por el sonido.

Una bola de color gris brillante rodó por debajo de sus piernas hasta quedarse parada bajo los pedales. Extendió un par de brazos metálicos provistos de una sierra con los que recortó un pedazo de chapa y desapareció zumbando en el interior del motor.

Ignacio arrugó la nariz y se la tapó con la mano. Ahora el olor a neumático quemado era tan fuerte que pensó que acabaría con dejarle sin sentido. En algún rincón de su mente fue consciente del sonido arrítmico de pasos que se acercaban con cautela. Se giró al instante, alerta como si hubiera pisado una víbora, con la adrenalina pulsándole en las venas. la extraña mujer le contemplaba desde apenas unos metros de distancia. Se llevó la mano a la cartuchera de su gemelo por instinto y solo encontró vacío.

—¡Virus! —volvió a maldecir. No se podía creer la cantidad de veces que extraviaba cosas en un mismo día. ¿Sería el sueño del que se había burlado y que se cobraba su venganza? ¿Dónde se había dejado el revólver esta vez? Echó un vistazo al salpicadero, tampoco estaba allí, supuso que debió haber salido volando en el accidente.

La mujer se seguía acercando. Ignacio se desabrochó el cinturón de seguridad y trató de abrir la puerta. Estaba atascada.

—Reporte: Daños vehículo: Estado grave. Reporte detallado: Perforación en...

—Orden: Abortar reporte —masculló Ignacio interrumpiendo al robot—. Orden dos: Estimar tiempo reparación. Orden tres: Abrir ventana conductor.

La ventanilla comenzó a bajar al instante, se quedó encallada un segundo y estalló en mil pedazos.

—¡Virus!

—Afirmación: Tiempo reparación cuatro horas. —Ignacio se quedó en silencio. El robot debió imaginarse que la respuesta no le iba a gustar al hombre, pues siguió hablando por su cuenta un par de segundos después—. Tiempo reparación provisional: Trece minutos.

—Orden: Ejecutar reparación provisional. Orden dos: Buscar revólver —dijo Ignacio resignado antes de dejarse caer por el hueco de la ventanilla abierto. Se quedó enganchado con un trozo de cristal del marco hasta que la tela de sus vaqueros se desgarró y aterrizó de culo sobre el blando barro del suelo. No tardó ni un segundo en volver a recuperar el equilibrio y agacharse tras el vehículo de tal forma de que este quedara entre él y la mujer, que ahora se había parado justo donde acababa el asfalto y lo contemplaba con aparente e inocente curiosidad de la que Ignacio sabía que no se podía fiar.

—¿Hola? ¿Estás bien? —preguntó la desconocida—. ¡Menudo caballo de metal más salvaje que tienes!

A Ignacio le costó entender el sentido de la frase. ¿Se estaba burlando de él? Sentía como si el español tan anticuado que empleaba la chica le destrozara la consciencia a martillazos hasta solo dejar un sordo zumbido doloroso de miles de avispas que alzaban el vuelo. Se acordó de la época en la que tenía que infiltrarse en los barrios bajos repletos de maleantes y gente desfasada para encontrar y eliminar a aquellos a cuyas cabezas se les había puesto un precio por la razón que fuera. ¿Qué narices era un caballo? Debía referirse al coche. Como el tono en el que le había hablado la extraña parecía amistoso, se relajó un poco.

—Saludo. Afirmación: Sí, soy bien —respondió tratando de imitar el dialecto extraño de la chica.

Lo cierto es que la cabeza le seguía dando vueltas y notaba un pinchazo en la rodilla derecha cada vez que apoyaba el peso de su cuerpo sobre ella, pero era algo que nunca hubiera admitido, menos ante una desconocida. Buscó a tientas algo que pudiera usar como arma en caso de necesidad. Su mano izquierda se cerró sobre un pedazo de chapa afilada del guardabarros delantero del Mustang que se había doblado durante el accidente y solo pendía de una fina tira de metal. Logró arrancarlo al segundo tirón y lo escondió en la palma de su mano sin darse cuenta de que se había cortado y que la sangre comenzaba a resbalarse hacia la punta de sus dedos. Contempló como la extraña acariciaba el techo del coche con manos temblorosas como si fuera un animal y le diera miedo asustarlo mientras contemplaba fascinada el interior.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Qué duro es!

—Afirmación: vehículo modelo Mustang 78 —observó Ignacio con orgullo.

—Vaya.

Desde debajo del capó se escuchaba el zumbido del robot mecánico enfrascado en su tarea. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? El hombre no tenía ni la más mínima idea. Esperaba poder salir pitando antes de que a la extraña le diera por mostrar algún signo de hostilidad. Seguía sin fiarse. Contempló como la chica empezó a rodear el coche y venir en su dirección. De pronto el hombre se acordó de lo que le había desconcertado tanto en primer lugar y de lo que se había olvidado por completo entre todo el jaleo del apresurado encuentro. ¡La chica tenía la cara descubierta! Sí, labios carnosos rodeaban dos hileras de grandes dientes que se proyectaban un poquito hacia delante debido a una tímida sonrisa que le daba la apariencia de un conejo asustado.



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En el texto hay: distopia, robots, ciencia

Editado: 06.05.2019

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