En serie

No hay sangre en sus venas

 

"Afirmación: Perfume Panacota subir nivel de felicidad de mujer.

Afirmación dos: Adam Smith dar permiso mujer comprar perfume Panacota.

Afirmación tres: Mujer de Adam Smith nivel de felicidad alto.

Afirmación cuatro: Mujer nivel de felicidad alto igual hombre tener sexo bueno.

Recomendación: Ser como Adam Smith, dar permiso mujer comprar perfume Panacota, mujer nivel de felicidad alto, hombre tener sexo bueno."

Según escuchó como los pasos del pasillo se alejaban, Ignacio sintió como el nudo de angustia, que se había formado en su estómago, comenzó a disolverse. Levantó la vista y se topó con cuatro ojos abiertos de par en par que lo contemplaban como si estuvieran esperando que dijera algo. Al notar el peso en la mirada que les devolvió el hombre, su mujer bajó la vista y comenzó a masajearse el codo izquierdo.

-Orden: Mujer preparar comida para Ignacio. Orden dos: Mujer preparar comida para mujer desconocido -exigió.

Era como si hubiera hablado con la pared. Nadie se movió ni un centímetro, aparte de las omnipresentes moscas que zumbaban atrevidas por doquier y de las miradas hostiles que seguían volando por los aires. La extraña emitió un sonoro resoplido que pareció resonar en toda la estancia. Ignacio pegó un respingo del susto. A sus ojos estaba quedando como un blandengue incapaz de hacerse respetar delante de los invitados. Se le empezaron a hinchar las venas del cuello de furia. Se acercó a su esposa y le dio un par de golpecitos en la testa con la palma de la mano. ¿Acaso se le habían cruzado los cables?

-Interrogación: ¿Mujer estropeado? ¡Superorden! Caminar a cocina. Orden: Preparar comida para Ignacio. Orden dos: Preparar comida para mujer desconocido.

Esta vez su mujer le hizo caso, dio un giro brusco, demasiado brusco a ojos de Ignacio, y se alejó haciendo resonar los tacones por el pasillo. El hombre se hizo una nota mental para recordarse enseñarle lo que él consideraba mejores modales en cuanto se le presentara la ocasión.

Lo cierto es que en parte creía comprender a su mujer. El hecho de traer a alguien a casa no debía encajar en sus esquemas. Incluso a Ignacio le parecía raro. Si alguien le hubiera dicho un par de días antes que él mismo iba a introducir a una extraña entre las cuatro paredes que llamaba casa, se hubiera reído y hubiera pensado que, quien osara insinuárselo, debía estar loco. Quizás lo estaba.

En los tres años que llevaba viviendo en ese edificio nadie más aparte de él y su mujer habían cruzado la puerta de su piso. Y estaba seguro de que en las casas de la mayoría de sus vecinos pasaba parecido. Pero ahora, ni él sabía cómo había pasado exactamente, había acabado por introducir a esa joven pelirroja. Escuchaba como carraspeaba a sus espaldas tratando de llamar su atención. Con solo recordar sus grandes ojos azules que podía sentir clavados en su nuca, ya se ponía nervioso. Le traería problemas, estaba seguro de ello. No sabía nada; ni de ella, ni de dónde había salido. Su decisión de llevarla consigo era de todo menos inteligente. ¿Por qué se le había ocurrido semejante estupidez? ¿Y si era alguna trampa, o una estrategia de alguna empresa rival para sonsacarle información? ¿Sería por eso por lo que hacía tantas preguntas? Así como le vino el pensamiento lo volvió a desechar. Demasiado rebuscado, Ignacio no era alguien tan importante como para que alguien ideara una estrategia tan sofisticada contra él, y aparte no creía poseer ninguna información realmente relevante. Igual debería haberle pegado un tiro a la pelirroja allá en el medio de la nada, le hubiera ahorrado muchos dilemas. Igual aún estaba a tiempo de sacar su revólver y arreglar el estropicio en ese mismo instante. Sus manos viajaron a la culata por mera costumbre. ¿Por qué sus dedos se pegaban al metal? Vale, se había cortado en algún momento que no recordaba. Por alguna razón el arma parecía pesar una tonelada bajo la palma de su mano y no fue capaz de girarse y alzarla. Se dijo que no lo hacía porque volvería a ver las estrellas al disparar. O porque su casero aprovecharía para subirle el alquiler por los desperfectos que pudiera causar en la casa. Ni el mismo se lo creía. Eran esos malditos labios rojos que lo desconcertaban.

Escuchó como su mujer chocaba las sartenes en la cocina y conversaba con la nevera. Segundos después el aroma de la grasa deshaciéndose a fuego lento se coló en sus fosas nasales. Se relamió los labios. Era una buena mujer. Sabía cómo dejar la carne en el punto que le gustaba a él. Crujiente por fuera, tierna y rosadita por el centro.

Escuchó otro carraspeó a sus espaldas. Sintió un escalofrió cuando se acordó de que la extraña aún seguía allí. Se dio la vuelta despacio. Tuvo la sensación de que la extraña estaba molesta, aunque no entendía por qué.

-Sugerencia: Venir, seguir a Ignacio, sentar en salón, descansar.

Él mismo se dirigió a la mesa y tomó asiento en una esquina. Al girarse se dio cuenta de que tras él solo había vacío. Agudizó el oído por instinto. Podía escuchar cómo chisporroteaba la carne en la cocina. Al fin logró percibir el suave y rítmico vaivén de una respiración pausada en el pasillo. Un zumbido, giró la cabeza de golpe y desenvainó el revólver con un movimiento fluido. Solo eran dos moscas que se lo montaban sobre el cristal tintado de la ventana. Apartó su vista de ellas y contempló la pared por un par de segundos antes de volver a envainar. Largos chorretones amarillentos en las esquinas revelaban que el tejado tenía goteras. Por alguna razón era la primera vez que Ignacio se fijaba en ello. Esperó que la mujer extraña no creyera que vivía en una pocilga.

Se escuchó una explosión en la calle que provocó que todo el edificio vibrara, luego un tiro, otro tiro, un claxon ensordecedor que no paraba de sonar y que se clavaba en los tímpanos. ¿Qué rayos? Ignacio se asomó a la ventana. Descubrió que había un camión automático de reparto de suministros volcado sobre el asfalto agrietado de la calzada. Un par de jóvenes armados con largas barras de hierro y una motosierra forcejeaban con la puerta trasera para intentar acceder al interior mientras un escolta solitario del vehículo les disparaba desde la otra punta de la calle. Sin mucho éxito, pues tenía un ángulo de tiro muy malo y los jóvenes parecían saber que, mientras aprovecharan la protección que les ofrecía el muro de un edificio cercano y las paredes blindadas del mismo vehículo, estarían a salvo. De vez en cuando devolvían los disparos con un viejo fusil oxidado, que parecía haber pasado por miles de manos ya, para mantener al escolta a raya. Ignacio percibió un ligero soplo de aire a sus espaldas; un trozo de la habitación que irradiaba calor a su alrededor y le reveló que ya no estaba solo. Sin saber por qué esbozó una sonrisa.



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En el texto hay: distopia, robots, ciencia

Editado: 06.05.2019

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