Clara se encontró caminando por el parque, un lugar que solía traerle paz. Sin embargo, esa tarde, el ambiente sombrío parecía reflejar su estado interior. Las nubes oscuras cubrían el cielo, y el viento soplaba con una intensidad que hacía temblar las ramas de los árboles. Clara no estaba segura si la tormenta que se avecinaba era real o solo una manifestación de su lucha interna.
Mientras caminaba, recordó la reciente conexión que había compartido con sus amigos. Sin embargo, a pesar de esa experiencia, sentía que una sombra se había instalado nuevamente en su mente. Los pensamientos negativos se agolpaban en su cabeza, recordándole cada pequeño error, cada momento de debilidad, como si fueran un eco interminable.
“No deberías haber dicho eso en el juego,” se reprendió a sí misma. “¿Y si piensan que eres una carga?”
Con cada paso, el peso de esos pensamientos se volvía más denso. Clara buscó un banco y se sentó, sintiendo que la soledad la envolvía como una niebla. Era frustrante, pero a la vez familiar. La depresión tenía una forma insidiosa de arrastrarla de vuelta a un lugar oscuro.
Los sonidos del parque, normalmente revitalizantes, se convirtieron en un murmullo distante. Observó cómo un grupo de niños jugaba en la distancia, riendo y corriendo sin preocupaciones. Clara sintió una punzada de envidia, deseando poder regresar a esa despreocupación.
“¿Por qué no puedo ser como ellos?” pensó, sintiendo cómo una lágrima resbalaba por su mejilla. “¿Por qué la felicidad parece tan lejana?”
En ese momento de vulnerabilidad, decidió cerrar los ojos y permitir que las lágrimas fluyeran. No había razón para contenerlas; era una parte de su proceso. El viento soplaba más fuerte, como si intentara susurrarle palabras de consuelo, y Clara tomó una respiración profunda, buscando encontrar algo de calma.
Al abrir los ojos, su mirada se posó en una mujer que caminaba hacia ella, sosteniendo una pequeña sombrilla que la protegía de la inminente lluvia. La mujer se detuvo a su lado y le sonrió con amabilidad.
“¿Estás bien?” preguntó, su voz suave como el murmullo de la lluvia.
Clara, sorprendida por la calidez en la voz de una desconocida, asintió lentamente. “Solo… me siento un poco perdida,” confesó, sintiendo que las palabras se escapaban sin más.
La mujer se sentó a su lado y le habló sobre sus propias luchas, compartiendo momentos de tristeza y dolor que había experimentado a lo largo de los años. La conversación fluyó naturalmente, y Clara se dio cuenta de que la mujer había pasado por tormentas similares.
“La vida puede ser como el clima,” dijo la mujer, mirando al cielo. “A veces, hay días soleados, y otras, solo nubes y lluvia. Pero después de la tormenta, siempre llega la calma.”
Las palabras resonaron profundamente en Clara. A veces, se olvidaba de que las tormentas eran parte de la vida y que, incluso en los momentos más oscuros, había esperanza de que todo mejorara.
Cuando la lluvia finalmente comenzó a caer, la mujer le sonrió y le dijo que podía encontrar belleza en las pequeñas cosas, incluso en las tormentas. “La lluvia limpia el aire, y los arcoíris aparecen después de las tormentas,” dijo con un guiño.
Con esa perspectiva, Clara sintió que algo en su interior comenzaba a cambiar. Tal vez no tenía que luchar sola, y quizás la tristeza no era el fin del mundo. La mujer se despidió y siguió su camino, dejándole a Clara una sensación de calidez en el corazón.
Mientras la lluvia caía sobre ella, Clara decidió que, aunque la tormenta interior seguía presente, no tenía que dejar que la controlara. Podía aprender a navegar a través de ella, buscando la luz incluso en los días más grises. Con cada gota, sentía que estaba lavando parte del dolor que había acumulado, dejándole espacio para la esperanza.
Se levantó del banco, sintiendo la determinación brotar dentro de ella. Con un susurro de gratitud, miró hacia el cielo nublado y se dirigió de vuelta a casa, lista para enfrentar lo que vendría.