En su mente

III

"Los monstros más terribles son los que se esconden en nuestras almas" 
                                                                                             Edgar Allan Poe 



Lo que sea que Stefano pudo suponer a partir de la información proporcionada por sus colegas pareció invalidada mientras la observaba. Poseía un aire de superioridad que invadió la habitación de manera sofocante, labios carnosos y agrietados curvándose ante la promesa de un nuevo entretenimiento: carne fresca . Su cabello estaba mucho más largo que en la fotografía policial, acomodado detrás de sus hombros mientras algunas finas hebras cubrieron superficialmente los costados de su rostro. Lucía demacrada, los pómulos hundidos acentuaron los círculos oscuros debajo de sus pestañas y, sin embargo, de alguna manera sus ojos lograron lucir como si estuvieran iluminados por el sol matutino del cielo más despejado. El hambre y la desidia pudieron encontrar un modelo atractivo en el que proyectarse.
Stefano ni siquiera se molestó en mover la silla libre a un costado de Alessio y recostó su cuerpo contra la pared a un costado de ellos, libreta en mano, intentando que la atención de ella siguiera atendiendo a su compañero para poder analizar con mayor profundidad su proyección: ella fue tan inocua que comprendió la inquietud de su jefe, la inofensiva chispa en un campo de trigo seco.

Sus intenciones se vieron frustradas cuando la mirada estigia de su paciente se encontró con sus ojos de colores diferentes. Percibió la manera en que su cabeza se torció levemente, un arqueamiento de sus cejas y una imperceptible emoción que Stefano no pudo descifrar grabada en las líneas de su rostro. Ella lució... ¿complacida? Un destello de regocijo cuando parpadeó nuevamente cubrió su mirada ambarina, haciéndola lucir iridiscente debajo de la iluminación artificial de su celda.
Si Giovanni lo había hecho sentir subestimado, Arabela lo miró bajo el microscopio de su propio análisis, donde lo clavó a una cruz de madera para expiar cada una de sus debilidades mundanas, como si tuviera el poder para hacerlo.

Quizá ella lo tenía, ese poder, en el interior de esa habitación.

El diablo fue sin duda el ángel más bonito que Dios había creado, ¿cierto?

— Señorita D'Angelo, mi nombre es Alessio Di Fiore, y seré el jefe policial de su caso en el que, según tengo entendido, está acusada de múltiples asesinatos y otro repertorio de delitos, ¿cierto? — su compañero logró lucir firme aún cuando Stefano leyó en su lenguaje corporal que estaba tenso.

Stefano dejó de mirar a su compañero para observar la reacción de ella frente a las acusaciones. Sus ojos aún estaban firmemente sobre él, ni siquiera tuvo intención de alejar su mirada cuando se supo descubierta. En cambio, sus ojos se dirigieron perezosamente al oficial de policía que hablaba frente a ella, y Stefano pudo verlo claramente: una de las esquinas de su boca se torció hacia arriba, fue tan imperceptible que pudo creer que sólo se lo había imaginado, en algún rincón oscuro de su mente imaginó que ella podría estar riéndose de ambos.

La punta de su lengua se asomó entre sus labios, humedeciéndolos.

Alessio tomó otra respiración profunda cuando las cadenas de hierro chocaron entre ellas mientras jugaba con sus esposas, indiferente.

Silencio.

— Tanto yo, como el psicólogo criminalista.— Alessio dirigió un gesto hacia su compañero.— el señor Stefano Cacciatore. —sus ojos ambarinos se iluminaron.— Hemos sido reclutados por las competencias de los Departamentos para obtener más detalles sobre sus crímenes.

— Presuntos.— interrumpió D'Angello.

Su voz femenina fue más aterciopelada de lo que se hubieran imaginado originalmente, algo grave por el desuso.

— ¿Disculpe? — Alessio levantó la vista del papel en el que había elaborado su guion conjetural, la nuez de Adán moviéndose en su garganta.

— Mis presuntos crímenes. Aún debo ser condenada, señor Di Fiore—- no hubo desdén en su voz, no el esperado de un criminal al que Alessio había incitado verbalmente, fue el suave recordatorio de un peligroso anfitrión.

Stefano tenía la suficiente experiencia con criminales femeninos, como con mujeres en su vida privada, como para asegurar que ella no estaba intentando dar una advertencia peligrosa tintada por el timbre de la seducción. Algo en su aura fría helaba la sangre, un instinto propio de las pulsiones de vida que instaban a estar lejos de ella, de lucha o huida. Una voz dentro de lo profundo de sus pensamientos inconscientes se preguntó si sus víctimas también habían experimentado ese pavor helado y aplastante. Recordó el terror de la mueca vacía del cadáver de la foto, sus cuencas oscuras y la boca cocida, ¿le molestaron sus gritos? ¿odiaba la forma en que la miraban?

Stefano tomó ese último pensamiento, y enfrentó su mirada mientras su compañero acomodaba nuevamente su guion con las preguntas que había preparado previamente, si Arabela sintió molestia ante su desafío Stefano no tuvo modo de saberlo.

— Ah, uh-sí, por supuesto. Comenzaremos con las preguntas, podremos hacer énfasis en tu colaboración si está dispuesta a contestar con la verdad.—ella ni siquiera lo miró.— ¿Conocías a alguna de las víctimas?

Stefano apretó la lapicera entre sus dedos, la punta dejando un gran manchón de tinta en el medio de la hoja del anotador que sostenía con una de sus manos. Alessio levantó la vista expectante, fue una decepción evidente la que cruzó su rostro y el psicólogo quizá habría tenido tiempo de burlarse de ello, más tarde, si al menos lo hubiera notado. Su atención estaba girando en torno a la mujer frente a él.

Un latido de silencio, el policía suspiró.

— ¿Cuándo comenzaste a tener estos aparentes instintos asesinos?

D'Angelo lo ignoró.

— ¿Por qué todas tus supuestas víctimas son hombres?




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