En su mente

XIII

"La cosa más misericordiosa del mundo, creo, es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos... algún día el empalme del conocimiento disociado abrirá perspectivas tan aterradoras de la realidad, y de nuestra posición espantosa en la misma, que nos volveremos locos por la revelación o huiremos de la luz a la paz y seguridad de una nueva Edad Oscura."
                                                                                                         H. P. Lovecraft 


Si la casa durante el día era inquietante, en la noche sin luna era francamente aterradora. Los setos cuidadosamente esculpidos eran horrores arcanos más allá de la imaginación humana, cada soplo de viento era el paso de un monstruo listo para engullir a los visitantes. La casa misma parecía susurrar en la noche, canturrear para aquellos que tenían mala fortuna para visitarla. Stefano mantuvo el paso firme entre los setos, mirando en las direcciones correctas para asegurarse de no llamar la atención. Recorrió el perímetro de la casa mientras buscaba una posible entrada. La oportunidad apareció en forma de gran ventanal que le devolvió la mirada salvaje de sus ojos diferentes. Estaba allí para conseguir certezas sobre tantas dudas, pero era muy diferente entrar a una casa a hurtadillas, ilegalmente. Podría irse y simplemente saber que Evelina era un posible gran motivo detrás de la psicopatía de la mujer que interrogaba cada día, o en cambio, podía aventurarse un poco más y por fin obtener lo que tanto buscaba. 

La roca que había encontrado para cometer su futuro crimen fue lo suficientemente fuerte para provocar un gran hueco en el vidrio que no cedió ante el golpe como hubiese deseado. Stefano tomó uno de los gruesos guantes que guardaba en su abrigo para tomar con cuidado el borde roto del cristal y forzarlo hacia atrás. El vidrio cedió y cayó como una lluvia mortal encima de su brazo aún cuando se hubiese impulsado hacia atrás. Un gran corte goteó en la parte externa de su muñeca, el carmesí pareció alquitrán bajo el yugo de la noche sin estrellas. Pero la ventana del piso al techo estaba despejada, aparte de las pocas piezas sobresalientes de vidrio desordenado. 

Hizo a un lado la pesada cortina de terciopelo negro mientras se metía al interior del recinto. El inconfundible olor a muerte lo recibió instando a taparse la nariz con el abrigo antes de escupir su propio estómago. 
Con su mano libre, tomó la linterna de la que se había provisto antes de entrar, el halo de luz blanco que iluminaba los puntos donde enfocaba solo volvió aún más oscura el resto de la habitación en penumbras.
Al igual que los marcos de las ventanas visibles desde el exterior, el comedor estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Se dejaron cubiertos finos sobre la mesa, como si una gran cena estuviera lista antes de que los D'Angello se fueran de 'vacaciones'. 

Después de inspeccionar la habitación por un momento más, permitiéndose respirar un poco de aire viciado al descubrir que el olor pútrido no provenía del gran comedor, Stefano se movió hacia la puerta a su derecha. Abriendo tentativamente, el detective descubrió la cocina. Desolado, al igual que la última habitación, excepto por el rápido correteo de las ratas que escapaban de la hoja de luz que atravesaba las partículas de polvo en el aire. Se acercó al fregadero de porcelana, al iluminarlo con la luz vio que los platos estaban sin lavar, estancados en un charco de agua poco profundo. Un moho verdoso crecía sobre los restos de comida que aún estaban adheridos a los platos, enormes gusanos ya secos flotaban en la podredumbre, otro tanto de ellos yacían en el mármol de la mesada. 
Dio un paso atrás, con las cejas juntas. Su corazón latía salvajemente, la adrenalina corriendo por sus venas mientras se acercaba al vestíbulo. El pomo de la puerta se estaba congelando cuando lo giró, un fuerte chirrido de bisagras cuando se abrió hasta que...

Nada.

Era simplemente un vestíbulo de entrada promedio, o, sin embargo, podría percibirse como una familia promedio de este estatus. Grandes arcos flanqueados por flores ahora muertas. Había una pequeña mesa con un jarrón elegante en el centro, a un lado colgaba un enorme retrato de, quien supuso Stefano, era la familia D'Angello. Firmemente serios, un hombre anciano y otro joven, sólo algunos años mayor que él mismo. Sus gestos eran estoicos, estaban detrás de dos mujeres, una mayor, con un rostro que mostraba poca calidez, y una mujer que Stefano identificó como Evelina. Sus ojos eran amarillos como los de su hija, sin embargo, su cabello era tan rubio que casi parecía blanco. Llevaba un maquillaje llamativo y entre sus brazos descansaba una niña risueña. Continuó haciendo brillar su rayo de luz alrededor de la habitación, decidido a encontrar algo que se correlacionara con el olor pútrido y esperando contra toda esperanza que la comida anterior fuera simplemente más fuerte de lo que uno podría pensar. Pero el rayo rozó el suelo, más como un accidente, cuando Stefano estaba cambiando de posición la mano con la que cubría la boca y la nariz con fuerza, y un grueso hilo de sangre corrió desde el vestíbulo central hasta una puerta a la derecha. El líquido estaba oxidado, de color marrón por haber envejecido, pero aún era de naturaleza inconfundible. Stefano chasqueó con su lengua, hubo un sentimiento asqueroso trepando por su estómago, el saber que tenía la maldita razón. Caminó siguiendo la sangre, con cuidado de no pisar el enorme rastro. Giró el pomo de la puerta, no hubo forma de combatir entre las telas de su abrigo el olor sofocante que casi pareció paladear con textura grasosa en su boca. 

La habitación era imponente, un gran salón de baile, todo techos abovedados macizos y amplios arcos. Siguió el rastro de sangre con el haz de luz de la puerta. Otros cinco senderos se fusionaron con el original, serpenteando a lo largo del piso de mármol como si estuviera creando algún tipo de pentagrama diabólico. Así fue, hasta que finalmente, el rayo de luz aterrizó en cinco bultos cubiertos por mantas. Stefano sintió un vacío en su estómago mientras sentía que sus pies se anclaban al suelo, fue aterradoramente distinto intuir lo que estaba sucediendo a finalmente comprobarlo con sus sentidos. Ese mismo líquido oxidado acompañaba a la mayoría de las mantas. Una mancha oscura. Una promesa.

Sus pies se movieron finalmente, haciendo un eco ensordecedor en la sala que contenía aquel macabro secreto. Stefano se inclinó, conteniendo la respiración mientras tentativamente extendía una de sus manos, los dedos se enroscaron tan silenciosamente, tan suavemente bajo el dobladillo de la tela antes de retirarla. El hombre joven del retrato yacía allí, con los ojos en blanco, la boca abierta y un agujero del tamaño de un centavo en la frente. No parecía adolorido, ni asustado, pero había una ominosa nada en su expresión que pudo asustar incluso al más escéptico. Stefano lo observó con culposo detenimiento, el agujero de bala separaba su cabello como un accesorio. Su piel se estaba pelando de su rostro, la juventud que quedaba de él era demacrada y esquelética cuando sus ojos comenzaron a desintegrarse. Stefano miró cada vez más de cerca, cada vez más disgustado por su curiosidad. Y allí estaba, su marca personal, una pequeña serpiente en lugar de su lengua, solo quedaba la cabeza, un cráneo que parecía un hueso blanco. El detective dio un paso atrás, volviendo a colocar la manta sobre el rostro del hombre, como si simplemente hubiera perturbado su sueño. Enfocó la luz sobre los bultos restantes de mantas; sabía lo que encontraría.




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