En su mente

XVII

La bondad es debilidad, la amabilidad es venenosa, la serenidad es mediocridad, y la afabilidad es para los perdedores. La mejor razón para cometer actos odiosos y detestables, y admitámoslo, se me considera un experto en ese campo, es puramente por sí mismos. La ganancia monetaria está muy bien, pero diluye el sabor de la maldad a un nivel inferior que puede alcanzar cualquiera con un sentido excesivamente desarrollado de la avaricia. El mal verdadero y sin fundamento es tan raro como el bien puro... 
                                                                                               
      —Jasper Fforde
                                                                                                      



Stefano estiró su brazo, la iluminación expandiéndose más allá; la pequeña llama, cálida y suave, lamió su rostro femenino con su estela rojiza. Sus labios pudieron ser el cianuro de las cerezas y sus ojos ambarinos retrataron un amanecer sangriento, ardiendo más brillantes que Roma mientras se incendiaba. 

— Hola Stefano. — su sonrisa ladeada fue genuina. 

Se movía tan rápido. tan desinhibida. Había cruzado la habitación en unos pocos pasos, tomando por sorpresa a Stefano mientras lo empujaba contra la fría pared de ladrillos detrás de él. Su mechero cayó encendido. La longitud de su cuerpo presionando contra él, cualquier lugar que pudiera hacer contacto con él lo hacía. Stefano forcejeó mientras ella parecía disfrutar el calor de su pasión, la punta de un cuchillo clavada debajo de su mandíbula, cerca de la yugular, le susurraba que se detuviera, la imprudencia le arrancó un jadeo adolorido cuando ella lo sostuvo más firme contra su piel, ni siquiera tenía que hacer fuerza para encajarlo. Su otra mano estuvo ocupada tapando su boca, conteniendo sus gruñidos de pura adrenalina. 
Brilló demoníaca bajo la luz natural que se filtró por el cristal, el mechero yacía olvidado en el suelo junto a un escritorio viejo mientras la llama luchaba por no perecer. Su respiración se volvió brusca, una calidez en el rostro de ella mientras humeaban en la habitación fría. Era todo sonrisas, hoyuelos visibles en la luz fría.

Era una criatura de la oscuridad, estaba en su hábitat natural cuando la luna se movió detrás de una nube.

Stefano registró vagamente el sonido de las alarmas todavía sonando. 

— Entenderás. — susurró ella a centímetros de su oreja, su aliento caliente chocando contra el punto sensible.— Por la naturaleza de nuestra situación que no podré retirar el cuchillo, ¿verdad, Stefano? 

Sus ojos diferentes siguiendo atentos a cada uno de sus movimientos, una de sus manos apretando fuertemente la muñeca que sostenía el cuchillo, y la otra en la que tapaba su boca. 

— Pediré, además, que no te provoques a ti mismo mayor dolor. Porque realmente odiaría lastimar esa maldita piel perfecta que tienes. —sus ojos se lanzaron hacia su cuello, se lamió los labios con un golpe de su lengua.— Pero ambos sabemos que lo haría. 

Stefano asintió lentamente mientras la miraba, la adrenalina golpeaba en sus venas haciendo que dolieran. 

D'Angello quitó la mano de su boca, lentamente, arrastrando sus dedos por sus labios, sintiendo la humedad que permanecía allí. Una respiración desigual acarició sus mejillas cuando finalmente retiró los dedos de su rostro. 

Stefano permaneció en silencio. 

— Que condescendiente. 

Ella pareció complacida, sus ojos viajaron a sus labios por un segundo mientras observaba su rostro, la forma en que estaba presionado contra él. Parecía insaciable. Stefano estiró el cuello para que la punta del cuchillo no estuviera tan presionada sobre su piel. 

— ¿Dónde está Fiorella? — preguntó, su voz sonó firme. D'Angello puso los ojos en blanco. 

— Siempre tan preocupado por el destino de los demás, ¿verdad, Stefano? Es tan entrañable. — sonrió de forma cínica. El metal frío volvió a besar su garganta con el mismo ímpetu. — Harás que te maten. 

— ¿Qué le hiciste? 
 

— Nada de lo que no se despierte con unas cuentas vendas y un ego destruido.— la hoja acarició de arriba a bajo la columna de su garganta, no rompió la piel pero provocó dolor mientras se movía.

Stefano se movió, nuevamente motivado a alejarse de ella, pero D'Angello lo empujó con dureza contra la pared, recordándole, cuando su cabeza golpeó el ladrillo, que el cuchillo no fue lo único a lo cual temer. Un hilo de humedad corrió finalmente por su cuello, la punta del cuchillo estaba debajo de su barbilla clavándose. Él se estiró, inclinando su rostro hacia arriba levemente, no dejó de mirarla aún cuando ella quedó algunos centímetros por debajo de su estatura. 
Una gota carmesí se deslizó por la hoja. 

— No, no, no.— le recordó D'Angello, chasqueando la lengua.— Nada de eso, Stefano. 

El cuchillo se desenterró levemente, permitiendo un momento de respiro antes de que su otra mano tomara su mandíbula masculina, apretando dolorosamente sus recientes lastimaduras mientras hablaba. 

— No lo hagas. 


Stefano asintió de nuevo. 

D'Angello buscó en sus rasgos, aparentemente tratando de detectar cualquier juego sucio, cualquier recelo. Lo miró ansiosamente, como si quisiera encontrar incluso una pizca de descontento, como si quisiera una razón. Alguna razón para representar toda su gama de fantasías violentas sobre él, despedazarlo miembro por miembro, abrirle el cerebro para ver lo que Stefano Cacciatore creía realmente. Lamer su sangre hasta que cada bocado le perteneciera.

Aparentemente, no hubo ninguno cuando Arabela quitó la mano de su rostro, dejando el fantasma del cuchillo en su garganta. 

— ¿Cómo saliste?

— Amigos en lugares altos, supongo. — D'Angello le pasó el cuchillo por la garganta como una caricia, como una promesa. — Y, a diferencia de Rossi, algunos hombres y mujeres no se despertarán mañana con dolor de cabeza. 




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