En su mente

XIX

"Nuestra vida no se divide entre la luz y la oscuridad. No es tan simple. En medio hay una franja de sombras. Distinguir y comprender esos matices es signo de una inteligencia sana."
                                                                                                         
— Haruki Murakami

 
Los pasillos anteriormente siniestros, guarida de todo tipo de espectros, fueron ahora monótonos laberintos de escritorios y oficinas que lo guiaron sin esfuerzo hacia su destino mientras sorteaba trabajadores y personal de enfermería que insistía en atenderlo al ver sus manchas de sangre. 

La puerta de roble de la oficina de su compañero lucía entreabierta aún cuando la mayor parte del bullicio se había quedado bastantes metros por detrás. Esa tuvo que ser la primera señal de alarma. Abrió la puerta paseando sus ojos por toda la estancia, todo lucía, a primera vista, desordenadamente ubicacable, como siempre había estado. 

Sin embargo, hubo detalles que no escaparon a su memoria fotográfica aún cuando el intruso puso ser demasiado metódico. La disposición de los objetos sobre el escritorio lució ligeramente removida, como si hubiesen buscado sin éxito un objeto con el que finalmente dieron en el librero que estaba montado en la pared: allí donde su escrito ya no estaba. 
Stefano volcó sobre la madera las pilas de papeles que antes le habían servido como apoyatura en la confección de su trabajo final, las notas importantes, las cruciales, tampoco estaban. Las manos de Stefano se movieron entre los papeles, tirando aquellas anotaciones superfluas al suelo. La lámpara cayó en el curso de sus acciones violentas, la pila de diarios que hablaban sobre l'angello della morte fueron arrastradas, el ruido del desastre rompiendo el silencio. Los jadeos de furia finalmente fueron el único sonido en la habitación cuando la madera estuvo totalmente vacía, nada sobre ello, nada útil había quedado allí. 

No se permitió ni siquiera un minuto de descanso antes de salir de la oficina, camino a su casa. 

**

El escozor frío del metal contra sus dedos mientras buscaba a tientas sus llaves en la oscuridad. Por fin había llegado a sus dominios, el espacio seguro que podía regalarle un poco de consuelo en aquella noche tan repleta de incertidumbres. Sin embargo, cuando Stefano empujó la llave en la cerradura, sintió que sus entrañas se retorcían cuando la puerta se abría. Él no había dejado su puerta abierta aquella mañana, jamás lo haría. Su mandíbula se tensó mientras empujaba lentamente la puerta de su apartamento mientras daba un paso adentro, silencioso, desapercibido. Caminó hacia la cocina deslizándose por las sombras que tan bien conocía hasta que dió con un cuchillo dentro de uno de los cajones de su alacena. 
Ni siquiera encendió la luz mientras recorrió la estancia con el instinto depredador envolviendose en el filo de su arma. Todo lució desgarradoramente intacto, sus zapatos desalineados, los abrigos colgando del respaldo de su sofá. 
Inspeccionó cada habitación rápida y silenciosamente, sosteniendo el cuchillo entre sus nudillos. Miró en todos los espacios en dónde tuvo consciencia de que una persona podría esconderse. Buscó distraídamente a Teo también, su perro husky que lo acompañaba desde que se había mudado allí aunque tampoco lo encontró por ninguna parte. Solo quedaba su dormitorio, un crujido agonizante le recordó engrasar las bisagras mientras inspeccionaba la habitación. A primera vista, nada había cambiado. Su cama todavía estaba prolijamente hecha, sus cajones cerrados, la caja fuerte que reposaba en su armario, ni siquiera un centímetro fuera de su lugar. No habían robado nada. 

Eso fue, sin embargo, hasta que Stefano dirigió su atención a la superficie de su escritorio empujado al azar en la esquina de la habitación. 

Las páginas yacían esparcidas sobre el, los cajones del escritorio estaban abiertos y el contenido de ellos había sido esparcido sobre el escritorio o el piso. Sus artículos e investigaciones avivaron la superficie como un pavo real desplegando sus plumas. Stefano dejó caer el cuchillo y corrió hacia el mueble, buscando un conjunto específico de trabajos de investigación, dejando de lado todas las distracciones innecesarias. Su laptop tampoco estaba. Las copias originales de las notas que había estado guardando en casa para su custodia, llevando las páginas pertinentes al trabajo para escribir su informe, pero, en general, manteniendo la gran mayoría de sus anotaciones en casa, donde tenía la libertad de leerlas cada vez que se le ocurría una idea. 

Las notas originales en su casa, sus copias en el trabajo, su escrito finalizado, los documentos que había guardado en su portatil. 

Todo se había ido. 

Limpió el dorso de su boca con su mano, obteniendo un sabor a cobre en su lengua antes de darse cuenta de que era la sangre de Fiorella la que acababa de limpiarse de la cara. El animal salvaje finalmente rompió con el delgado cristal que lo mantuvo debajo de la superficie, ahogándose en su propia ira mientras arremetía con lo que hubiera a su alrededor. Los tendones se marcaron en su cuello mientras lanzaba hacia la pared algunos cuadros que conmemoraban sus hazañas estudiantiles y profesionales. El vidrio quebrándose, la madera astillada, las carpetas cayéndose de un escritorio arrojado al suelo. La evidencia tangible de un hombre llevado a su límite, la pérdida, no, el robo del triunfo que ya no podría ser. 

El sabor a muerte en su lengua, paladeando la sabiduría de tener que someterse nuevamente a un demonio de ojos estigios que socavó los rincones de su estado de vigilia hasta cobrar cuotas de cordura a cambio de horas de sueño. 

Se sentó al borde de la cama cuando la manifestación de su propia existencia decidió perecer debajo de su piel nuevamente. 

Notó finalmente que el retrato de su graduación no estaba. 

Tampoco su anillo. 

El timbre de su teléfono de su casa lo sacudió de su letargo. Stefano levantó el aparato aún cuando el identificador de llamadas no emitió el nombre de ninguno de sus contactos. Guardó el silencio cuando escuchó una respiración del otro lado del auricular. 

— No podemos probar que ella salió de su celda. Si acuso a los guardias van a sacarme del caso y les daré el libre alberdío que buscan.— Alessio esperó una respuesta, Stefano estaba demasiado exhausto como para discutir de alguna cuestión.— Hay batallas que deben perderse para poder ganar la guerra, y a mí solo me interesa ganar. ¿Y a ti? 

**

Dios, él era tan perfecto. 




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