En su mente

XX

Sereno. 

Esa fue la palabra que describió con mayor agudeza todo su entorno. No se oían pasos apresurados afuera, ni llamadas a médicos o enfermeras, ni llantos incesantes de niños o crujidos de equipos médicos. No, el hospital estaba totalmente sereno. 

Sus pensamientos se apagaron fácilmente hasta que no fueron más que polillas que se dirigían desesperadamente hacia una llama, quemándose un poco más con cada golpe; en el fondo, cada una de ellas era un golpe devastador para su psique ya enardecida. 

Y la llama siguió parpadeando.

Lo único que lo mantuvo atento a su entorno fueron las lentas respiraciones de la mujer que descansaba en la camilla, a su lado. Los médicos le habían dicho que, a pesar de la aparente sangre de la herida, no habían visto los órganos principales, la definición por excelencia de una herida superficial. A pesar de que no había efectos secundarios a largo plazo en su lesión, la naturaleza irregular de la herida mantendría a Fiorella bajo observación hasta que los médicos estuvieran satisfechos con su progreso.

A pesar de la seguridad en su pronta recuperación, Stefano no se sintió más agradecido con las circunstancias mientras que en su mente se repetía un mantra macabro una y otra vez: 

"Pudo haber sido peor"

D'Angello podría haberla matado, unos centímetros más por aquí o por allá le habrían perforado un órgano, lo que habría resultado en la muerte de Fiorella Rossi y la eliminación de uno de los problemas más molestos de D'Angello. 

Y, sin embargo, aquí yacía Fiore, quizás un poco desgastada, pero más o menos de una sola pieza.

Alessio le había comunicado las últimas noticias, hubo un chivo expiatorio que reconoció los asesinatos y heridos sin pensarlo dos veces, Irene Santorini, quien exhibió una sonrisa podrida cuando la llevaron a confinamiento solitario por sus supuestos crímenes y eso fue todo. Sólo un pequeño artículo suelto en la página de un periódico sin lectores que discutió los asesinatos de varios guardias de la prisión sin ningún testimonio sorprendente. 

Y así siguió la vida.

La sociedad entera siguió el curso de sus acciones naturales mientras las familias afectadas elegían la madera del ataud menos costoso. Stefano sintió la necesidad de seguir con aquella rutina pautada, el ideal capitalista de ser inmune a todo tipo de situación y avanzar en la búsqueda de la perfección laboral. Simplemente no pudo. 

Tenía tantas preguntas que intentaban abrirse camino a través de esa niebla cada vez más espesa de autodesprecio:

¿Cómo había escapado D'Angello?

¿Tuvo ayuda?

Si lo hizo, ¿quién fue?

Y una y otra vez el mundo giraba mientras Stefano continuaba clavando agujas para romper su sentido de moralidad: no como un espejo, rompiéndose en un instante. No, más como un glaciar, una herida en el hielo que lentamente comienza a clavarse y crecer con cada pensamiento. Una destrucción lenta y progresiva que pasa a primer plano antes de que uno se dé cuenta de que estaba allí.

De nada servía psicoanalizarse ahora, ¿verdad?

La puerta se abrió de repente. Stefano regaló una mirada desinteresada al nuevo ocupante que entraba a la habitación de hospital. Su cabello del color del fuego lucía tan desprolijo como la cantidad de horas de trabajo que pesaban en las medialunas oscuras debajo de sus ojos. 

— Te ves terrible. 

Alessio pareció robar la apreciación que estaba a punto de hacer sobre él. 

Stefano supuso que probablemente así era. Luego de aquella noche no había podido dejar de investigar acerca de los acontecimientos: el ladrón de las notas, el intruso en su casa. Alessio quizá padecía su mismo mal, puesto que se habían cruzado algunas veces en las oficinas de Leonzio, rearmando el juego, disponiendo de nuevas herramientas, cada uno desde sus perspectivas.

Se preguntó vagamente si alguien había podido servir comida para Theo mientras no estaba en su casa.

— Supongo que tú también has estado ocupado. 

Alessio se dejó caer en el sillón incómodo que había a un lado de la camilla de Fiorella. 

— Deberías volver a casa, han pasado cuatro días, Stefano... —

El psicólogo guardó silencio, sí, había vuelto una hora o dos, únicamente para asearse y poco más. Luego de aquella noche, donde tuvo la certeza de que su hogar había sido invadido, el departamento se sintió cada vez menos hogareño en sus reducidas visitas. 

— Los médicos dicen que probablemente podrá irse en un día o dos.

— Ah, eso es bueno al menos. 

Reinó el silencio. Alessio suspiró con cansancio antes de mirarlo, hubo algo parecido a la preocupación grabada en las líneas endurecidas de su rostro. El lazo inexistente de su amistad dibujándose en el vacío. 

— ¿Estás bien? 

Stefano frunció su ceño, molesto por los destellos de compasión fraternal, levemente agradecido por la familiaridad compartida. No hubo una respuesta única que pudiera comunicar correctamente su estado, así que simplemente asintió. 

— ¿Y tú? 

El policía lució sorprendido, honestamente perplejo. Envuelto en las envestiduras de un soldado cansado mientras arrastraba detrás de sus huellas una estela de cadáveres podridos. Se permitió así mismo un breve atisbo de agotamiento surcando sus gestos antes de contestar. 

— No, pero lo estaré. 

Fue, quizá, el intercambio más personal que hubieran tenido, desde que ambos habían finalizado las clases en la Academia, antes de tomar caminos distintos cuando eran apenas adultos. Un destello de sinceridad que pudo aclarar el panorama u oscurecer el horizonte. 

Los ojos del policía se dirigieron a la página del diario arrugado que reposaba a un lado de él. Stefano captó el movimiento, la tensión en sus hombros al recordar la carga sobre ellos. 

— D'Angello me confrontó en una oficina vacía.— le recordó los detalles de una charla que aún no habían tenido.— Ella admitió lastimar a Fiorella, matar a los demás. Deja de desgastar tus recursos en los culpables equivocados. 

Alessio asintió lentamente, mostrando la aceptación a sus dichos. 




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