En su mente

XXII

Aquella mañana de invierno se sintió quizá demasiado fría, haciéndolo muy consciente de su piel congelada y cuán fuertemente se aferraba a sus huesos huecos. 

Entre sus dedos, Stefano aún sintió el calor de la tela cálida que había exprimido con sus manos.

Giovanni se sentó detrás de un escritorio de caoba que exhibía sin culpas las riquezas que sólo podía proveer una vida de irregularidades, el habano de chocolate humeando sobre el cenicero de bronce. Supuso, elocuentemente, que Giovanni estaba por encima de la masa proletaria afectada por los impuestos y, sin duda, disfrutaba de ello. 

El hombre llevaba una sonrisa discordante con la expresión que plasmaron las arrugas oscurecidas en su piel, una simpatía profesional para yuxtaponer la burla satisfactoria que gozaba mientras admiraba el panorama. 

Stefano estaba sentado frente a él, sus codos cómodamente apoyados a cada lado. En la parte exterior de sus palmas profundos rasguños, marcando el lienzo raso, que ella le había ocasionado mientras intentaba safarse de su control. Pruebas fehacientes de su último altercado con D'Angello. 

Curioso, ni siquiera lo había notado entonces. 

Alessio estaba en el asiento contiguo al suyo, enfrentando la primera línea de guerra sin otra trinchera más que el escritorio en medio de ambos bandos. 

— Supongo que es bueno verlo de nuevo, señor Cacciatore.— hubo un sutil toque de desdén impreso en toda la oración. 

— Es mi deber profesional, señor Vespucio.— respondió Stefano, pudo ser para el ojo ajeno una simple fachada de cortesía, pero el intercambio ocultó con pereza el menosprecio compartido. 

— Claro que lo es.— Giovanni descartó un poco de ceniza antes de darle otra calada al habano, la llama ardiendo nuevamente antes de morir aplastada contra el metal.— Ahora, creo que el señor Di Fiore discutió con usted el arreglo de tener un guardia que lo acompañe en sus entrevistas con la señorita D'Angello. 

— Sí, sin embargo... 

— Por tu seguridad y la de D'Angello luego de su última reunión improvisada.— Giovanni siguió hablando con esa jodida voz llena de sorna y los dientes de Stefano se apretaron al punto de doler. 

El rostro de Alessio se convirtió en una mueca escéptica, pequeñas arrugas formándose en su frente de cejas contraídas. 


— Claramente, esa no es una solución creíble. 

Giovanni no hizo ningún comentario al respecto, un suspiro irónico movió levemente sus hombros, sus dedos pulgar e índice balanceando el habano sobre las cenizas. 

— D'Angello se niega rotundamente a hablar con nadie más aparte de mi durante las entrevistas. Sería lógico que, incluso cuando el guardia que me escolta no la interrogara directamente, tendría un efecto contraproducente en el interrogatorio.— Stefano bajó sus manos, sintiendo los ojos de Giovanni sobre las heridas frescas.—Lo más productivo para mí es continuar con el interrogatorio por mi cuenta. 

Giovanni pareció evaluar la propuesta, un atisbo de profesionalismo mientras sorteaba la mirada en ambos hombres frente a él y se rascaba la barbilla. 

— Desafortunadamente, no creo que eso sea posible. 

— ¿Por qué? — hubo incredulidad helada en su tono. 

— Simplemente no creo que sea seguro para la señorita D'Angello si continuara las reuniones sin alguien presente para garantizar su seguridad.— Giovanni se encogió de hombros, con una expresión de autosatisfacción presente en su rostro.

— ¿Disculpe— preguntó Stefano, su rostro normalmente inexpresivo tomó una mueca de escepticismo. 

No, ni siquiera podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. 

— Quiero entender que lo que el señor Vespucio está tratando de decir.— sentenció Alessio con los dientes apretados.— Es que sería mejor para los dos que estuvieran acompañados, para asegurarse de que nada se salga de control ¿Es correcto? 


El policía adquirió una expresión mortalmente seria mientras presionaba la pregunta, Giovanni miró a los hombres alternativamente con una sonrisa sarcástica. Los nudillos de Stefano se volvieron blancos mientras la ira burbujeó en la boca de su estómago hasta anidar en su pecho como las serpientes que habían profanado a las víctimas de D'Angello. Sí, se insinuaba que él era peor que una mujer que había asesinado al menos a veinte personas y, por otro lado, uno de sus impulsos había sido utilizado fácilmente para los propios fines de alguien más. Entonces estaba Alessio, que proponía la aceptación de un guardia como si él realmente fuera un peligro para la integridad física de D'Angello. 

Stefano apretó la mandíbula sin importar la mordida al interior de su mejilla hasta que el cálido flujo de metal humedeció su lengua, consolándose con el breve borde del dolor, el sabor más dulce que cualquier vino.

Después de un prolongado momento de silencio, Stefano asintió. La ira se agudizó en sus ojos diferentes mientras miraba a las dos figuras frente a él. 

La defensa paupérrima de Alessio debería haberlo reconfortado al menos un poco, pero el revés de la situación se sintió quizá demasiado agrio. 

***

Stefano tomó asiento frente a D'Angello en su primera reunión oficial desde aquel incidente en su celda. Abrió una carpeta de tapa negra, hojas blancas, impías, se burlaron de él mientras tomaba entre sus dedos un bolígrafo lleno de tinta. La mirada de Arabela D'Angello fue demasiado familiar  y, a la vez extraña, en aquella circunstancia. 

Ella lo miró con lo que, para un ojo inexperto, podría interpretarse como una cálida adoración: había dulzura juvenil en sus ojos ambarinos, un borrón de lo que algunos pueden confundir con añoranza: un interés genuino. Stefano sintió a la serpiente moviéndose en su pecho hueco, rozando sus escamas frías contra los huesos de su esternón, notar la manera en que vestía su proyección angelical fue como percibir finalmente los colmillos clavándose directamente en sus arterias. 

 Ella le regaló una sonrisa suave, seda y miel mezclándose, curvando sus labios como si fuera la punta sin afilar de una guadaña, llevada por el mismísimo heraldo de la muerte. Tampoco el hoyuelo que acariciaba su mejilla derecha era un indicio de placer, de alegría infantil, sino una burla de tales cosas. Sus manos pequeñas y femeninas, una vez envueltas con tanta seguridad alrededor de la columna de su garganta,  ahora estaban entrelazadas ante ella en la mesa de metal, educadamente esperando que Stefano comenzara.




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