— Stefano, realmente no deberías hablar así mientras tenemos compañía.— D'Angello chasqueó la lengua, sonando juguetonamente apenada.— Quizá más tarde, cuando estés escrbiendo tu informe y necesites un poco de... ¿cómo lo llamaste la última vez? — otro pinchazo, el corazón de Stefano siendo finalmente devorado por la serpiente.— Tranquilidad. Entonces sabes que estaba más que feliz de aliviarte de tus diversas tensiones, pero, en realidad, no parece estrictamente cortés dada la compañía actual.
Las yemas de sus dedos se clavaron en el metal frío, allí donde exhibió abiertamente las heridas que ella le había realizado. Estaba tratando de sacarlo de quicio, provocando su orgullo hasta que se levantara de su asiento y la estrangulara, mientras clavaba sus uñas frágiles obedientemente en sus manos, hasta que su linda carita se pusiera azul y el problema monumental que era Arabela D'Angello dejara de existir.
Pero ceder a esos impulsos le daría la razón, ¿no?
Demostrarle que se parecía más a ella de lo que imaginaba, que la ira hervía a fuego lento justo debajo de su piel, arañando como un animal hambriento para llegar a la superficie. Que la única diferencia entre los dos eran gruesas cadenas de hierro y una diferencia en el autocontrol menguante. No, Stefano no se parecía en nada a ella, incluso mientras se lamía los labios al recordar su sonrisa suave mientras la tomaba por el cuello hasta dejar su piel morada.
Stefano estaba incluso más ocupado en la reacción de la teniente Ricci que por la suya propia. Luchó contra el impulso de girarse en su silla y asegurarle que estos eran simplemente juegos mentales ideados por D'Angello: un intento de aislarlo de sus amigos y colegas que, a partir de lo sucedido con Fiorella, habían estado funcionando espectacularmente.
— ¿Cómo asesinaste a Nicolás Antonucci? — preguntó Stefano intencionalmente sin dar espacios a la calma.
— Prefiero hablar de Dom.— sus ojos se arrugaron con alegría.
— No pregunté por Domenico.— Stefano habló con los dientes apretados, pero D'Angello ya había comenzado a tejer su sórdida historia como una telaraña.
No quería volver a escuchar sobre Domenico.
— Lo estragulé, ya sabes. En medio del acto. Lo había hecho antes, lo estrangulé hasta el borde de la insconciencia mientras lo montaba, pero nunca hasta el final, no de esa manera.— le guiñó un ojo.— Pero, no estoy segura, tal vez estaba escrito cósmicamente que apretaría mis dedos un poco más, hasta que él no pudiera oponerse. Tal vez solo tuve un mal día y él no estaba actuando como yo quería.— se encogió de hombros.— Quién sabe.
— Detente, sólo quiero escuchar acerca de...
Ella se rió suavamente antes de interrumpirlo.
— No me pediste que me detuviera antes, ¿verdad, Stefano? — Levantó una ceja, con un fingido conocimiento cruel.— No, no cuando estaba arrodillada frente a ti, debajo de esta misma mesa.— parecía satisfecha con sus mentiras, Stefano estaba atónito.— No cuando te rodeé con mis labios y te enterraste en mi boca, mientras apretabas mi garganta y...
— Detente ahora mismo.— Stefano recuperó su voz, quizá demasiado tarde. Giró la cabeza hacia Ricci, intentando decirle en silencio que entendiera las falsedades que caían de la boca de D'Angello.
Se encontró con una vaga mirada de disgusto.
— ¿Sabes qué, Stefano? No creo que Dom me haya pedido que me detuviera tampoco.
(***)
Su indignación era deliciosa en el ambiente, casi podía estirar su cabeza hacia arriba para inspirar su cólera insana.
Él siempre inexpresivo y estoico Stefano farfullaba maldiciones mientras argumentaba explicaciones en partes iguales, seguramente mantendría despierta a Arabela durante varias noches venideras, evocando sus ojos diferentes mirándola con incredulidad, la rabia, con una furia tan deleitable que apenas podía describirlo.
Arabela había asesinado a muchos, sí. Había visto la luz desaparecer de sus ojos, la esperanza y el miedo pereciendo en la nada. Sin embargo, fue una experiencia completamente nueva ver la vida de alguien desmoronarse a su alrededor cuando todavía estan vivos. Era embriagador, el néctar más dulce que jamás había probado mientras su mandíbula apretada marcaba los tendones en su cuello.
Había algo sagrado, o quizá sacrílego, pensó Arabela mientras observaba a Stefano empujarse hacia atrás de la mesa, la patas de la silla chirriando contra el suelo. La destrucción de un hombre que ha probado la manzana prohibida, la caída del Edén, un paraíso perdido.
Él le dio una última mirada superficial a ella, la ira emanando sin control, una promesa de dolor demasiado violenta, sorprendentemente enfermiza, mientras se enfrentaba a la fuerza sútil y feroz que era Arabela D'Angello.
La puerta se cerró de un portazo, Ricci miró a D'Angello antes de permitir un breve, casi imperceptible asentimiento.
Arabela sonrió.
Stefano pronto entendería el pecado de conocerla.
(***)
Apoyando los codos sobre la mesa de su comedor, la comida ante él había dejado de emanar vapor, ya ni siquiera tibia. Stefano miró fijamente la pared contraria a la ventana, observando como el sol había trapado lentamente por la misma hasta que finalmente quedó bañado por la oscuridad de una luna que no se filtró a través del cristal.
Habían pasado más de veinticuatro horas desde el último altercado con D'Angello, desde que ella había intentado humillarlo, acusarlo y finalmente aislarlo. Le dijeron que se quedara en su hogar mientras consideraban los próximos pasos a seguir con la investigación.
Incluso Alessio le había susurrado que mantenerse alejado del caso, por ahora, era lo correcto. Aquello no se sintió más que un montón de mierda, escondiéndose del resto del mundo como si realmente tuviera pecados que expiar en la soledad de su casa.
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Editado: 26.02.2023