En su mente

XXV

— ¿Cómo te encuentras, Stefano? — una voz flotó a través de la mesa que lo separaba de su empleador, Leonzio. 

— Lidiando con el asunto.— una respuesta escueta para un estado de cosas mediocre. 

Había pasado alrededor de una semana desde que Stefano había sido desplazado de su trabajo de la prisión y, literalmente como lo había solicitado Giovanni, había actuado como un colaborador con el psicólogo que le había pedido ayuda frente a la indiferencia aplastante de D'Angelo. Su casa había sido acosada por una serie de cartas enviadas por una de las dueñas de Il Giornale, advirtiendo acerca de la inminente publicación de su nombre en la próxima edición si no volvía al estado habitual de su empleo, sin embargo, el intento de extorsión desistió una vez que él le explicó la naturaleza en la que se había dado su separación del puesto. 

¿No tienes ninguna información escabrosa de Giovanni Vespuccio?, le había preguntado, inténtalo con él si quieres que vuelva a mi puesto. 

La respuesta fue enviada con una sonrisa burlona en los labios, y ya no hubo más carteros molestos trayendo otra nueva amenaza de Adrienna, o de D'Angelo implícitamente. Ignoró, de todas maneras, los nuevos timbres de mensajeros y amigos por igual, autoimponiendose un tipo de aislamiento mientras ocupaba todo su tiempo en el nuevo caso que había tomado de una pila en su escritorio y, para su mala suerte, había resuelto en menos de tres días. 

Entonces pensaba nuevamente en ella, aunque no lo quisiera, la comparó con su nuevo paciente, notando lo realmente inusual que resultaba su existencia. Era sin duda una de las asesinas más trastornadas de la historia italiana, y él, un nombre exitoso en el campo de la psicología criminal, había logrado hacer su perfil. Ah sí, la pérdida de un avance que podría haber revolucionado los saberes. Su nombre grabado en los annales de la historia si tan sólo ella no hubiese estado siempre un paso por delante... 

— ¿Stefano? — la voz de Leonzio resonó desde muy lejos. 

Era como si hubiese encendido el piloto automático, asentía con la cabeza por incercia cuando un colega se acercaba, mientras que ellos confundían la acción devolviendo el saludo. Hizo lo que mejor sabía, resolver todos los casos de psicología criminal que hubo guardados en carpetas gruesas en su oficina, mientras apagaba nuevamente su humanidad. Fue desconcertante, robótico, acariciando los bordes de la muerte nunca se había sentido tan vivo y, ahora, todo era tan aburrido. Sin peligro, ni dolor, con pacientes fáciles de resolver, el sudoku de un diario matutino frente a una mente hambrienta de más. 

— Stefano.— su voz filosa hizo notar su disconformidad. 

— Me perdí unos segundos en mis pensamientos.— un encogimiento de hombros desinteresado.— ¿Decías? 

— Estábamos discutiendo lo que sentiste mientras estabas con la señorita D'Angelo.— Leonzio hizo rebotar un bolígrafo en su cuaderno, una mezcla entre impaciencia y expectativa. 

Frunció el ceño, Stefano no recordaba el lento meandro que les permitió llegar a ese punto. Se tomó un momento para responder, pasando sus dedos largos por el cabello negro despeinado. 

— Ah, bien.— se detuvo, sus ojos vagando en la estantería detrás de la espalda de su jefe. 

— Sabes, deberías hablar de eso, Stefano. No sólo podría ayudar a la investigación, también podría tranquilizar las mentes de las familias con un asiento vacío en la mesa. 

Ah, la cobra le desgarró el estómago, retorciéndose y enroscándose, decidida a despellejar de adentro hacia afuera. 

Stefano luchó contra su temperamento en cuanto registró el tono casi acusatorio en la voz de Leonzio, silenciándolo con un suspiro burlón. Sabía lo que el viejo estaba insinuando al nombrar la palabra sentir, denotaba la existencia de un tipo de sentimiento. Y no, no fue sólo el odio, la rabia, hubo algo más allá de las emociones negativas en la sugerencia de Leonzio de hablar acerca de ello. Y si pensaba que Stefano divulgando sus sentimientos sobre Arabela D'Angelo ayudaría a crear una imagen más clara del panorama, entonces realmente tenía la opción de no confiar en los criterios de su mentor. Y, a la vez, necesitaba escuchar lo que tenía que decir. 

Leonzio continuó con el golpe sordo, uno tras otro, de su bolígrafo en el bloc de notas, sus ojos clavados en él. Cómo si ya supiera cómo se sentía.  Cómo si pudiera decirlo solo con mirarlo. Estaba fascinado, como todos alrededor de ella. Como él mismo. 

— Es la criatura más aterradora que he visto en mi vida. Ella... ella casi no parece real.— hubo una molesta fascinación en su voz .— Como si hubiese sido arrancada de una pesadilla. 

— ¿Tuya? ¿Una pesadilla tuya? — comenzó a garabatear. 

— Quizá.— una pausa.— Quizá una suya, propia. 

Leonzio se detuvo por un momento, observando brevemente el rostro de Stefano mientras hablaba. 

— Cada aspecto de ella se siente ensayado, cómo si estuviera realizando una gran actuación para obtener el mayor público posible. Ella lo adapta, creo. Cambia su forma de actuar dependiendo de quién esté mirando. 

— ¿Cómo actuó contigo? 

La boca de Stefano se secó, rememorando sus interacciones se apropió de un conocimiento peligroso, negándose a la veracidad de sus hallazgos. 

— Ella se interesó en mi. Supongo que eso es parte de cómo trató de asustarme. Me preguntaba sobre mi día, qué pensaba en asuntos de mutuo interés, mi perro... — su voz endureciendose, los hombros tensos.— Siempre fue un juego, una forma de atormentar otro hombre, de alargar el sufrimiento de su víctima... pero de alguna manera, incluso cuando me estrangulaba, cuando me ponía el cuchillo en la garganta, nunca la vi como una amezana hasta que me trató como a un igual. 

Leonzio continuó escribiendo. 

— Pude entender la agresión física. Podía entenderlo, había una causa y un efecto directos. Pero cuando me hizo preguntas, preguntas intelectuales que no había discutido antes con nadie más.— su voz se tornó oscura.— Me inquietó hasta la médula. 




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