La mañana siguiente, Elías llegó a la biblioteca con los ojos enrojecidos y el alma revuelta. El silencio habitual del lugar, que solía reconfortarlo, ahora le parecía hueco. Mientras ordenaba los libros en los estantes, su mente volvía una y otra vez al tren, a la voz de Anarenis, al susurro que parecía venir de un lugar más antiguo que sus propios recuerdos.
Lucía lo visitó esa tarde. Se sentaron en la sala de lectura, rodeados de volúmenes que hablaban de mundos lejanos. Ella lo observó con atención, notando el temblor en sus manos y la forma en que evitaba mirar por la ventana.
—¿Volviste a soñar con ella? —preguntó con suavidad.
Elías asintió, sin decir palabra.
—¿Y esta vez qué pasó?
—Me habló. Me preguntó si la recordaba.
Lucía frunció el ceño, no por incredulidad, sino por interés clínico. Sacó una libreta de su bolso y comenzó a anotar.
—Quiero que empieces a escribir todo lo que recuerdes. Cada detalle. Incluso si parece insignificante. A veces, el subconsciente nos habla en símbolos.
—¿Y si no es mi subconsciente? —preguntó Elías, con una voz que parecía venir de otro lugar.
Lucía lo miró, sorprendida por el tono.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Es como si ella… existiera. Como si estuviera esperando que yo la encontrara.
Lucía guardó silencio. Luego, con voz firme, le dijo:
—Entonces escribe. Tal vez los sueños no sean solo sueños.
Elías quedo con su mirada perdida en la nada y asentó afirmando estar de acuerdo con su amiga para comenzar a efectuar los consejos que ella le daba, él decidió comenzar a contarle a ella todo sobre esa sensación extraña que le llevaba su mente a viajar sobre éxtasis extraños sobre su situación, nada era normal para el después de experimentar ese sentimiento apegado a sus sueños.
Esa noche, Elías comenzó a investigar en foros sobre sueños recurrentes. Encontró relatos similares: personas que soñaban con desconocidos que parecían conocerlos profundamente. Algunos hablaban de “encuentros entre almas”, otros de “vidas pasadas”, otros de “realidades paralelas”.
En uno de los foros, un usuario anónimo había publicado una imagen de una pintura antigua. El rostro era el mismo que Elías había dibujado. El título: La Promesa del Velo. La firma: Anarenis M.
Elías sintió que el mundo se detenía por un instante. No era solo un sueño. Era una búsqueda. Y acababa de encontrar la primera pista. Elías guardó la imagen en su computadora, ampliándola hasta que los píxeles comenzaran a distorsionar el rostro.
Pero la mirada seguía intacta. Elías no pudo apartar la vista de la imagen. Aunque los contornos se deshacían en una maraña de píxeles, los ojos de la mujer lo atravesaban con una intensidad que parecía desafiar el tiempo. Era como si lo observara desde otro plano, uno donde las memorias no se desvanecen y las promesas no caducan.
Imprimió la imagen en papel, la colocó sobre su escritorio y comenzó a dibujar. No era artista, pero algo dentro de él guiaba su mano con precisión inusual. Cada trazo parecía surgir de un recuerdo que no sabía que tenía. El lunar junto al ojo izquierdo, la curva de la trenza, los bordados plateados del vestido… todo emergía como si lo hubiera visto mil veces.
Pasaron horas. Afuera, la noche se deslizaba silenciosa, y en la biblioteca, solo se escuchaba el rasgueo del lápiz sobre el papel. Cuando terminó, Elías contempló el dibujo. No era perfecto, pero tenía algo que la imagen digital no capturaba: vida.
La colocó junto al cuaderno de sueños y escribió:
“La he visto antes. No en este mundo. Pero en algún lugar donde los recuerdos no se olvidan.”