En SueÑos Te Veo

El diario de la memoria

Elías se sentó en el suelo de su biblioteca, con el diario de su vida pasada en las manos. El libro, con sus tapas desgastadas y sus páginas amarillentas, era un portal a un mundo que él había olvidado. La firma en la primera página, "E.S.", ahora significaba mucho más que unas simples iniciales. Era su propio nombre, su yo de otra época.

El diario no solo era un registro de sus sueños y de su amor por Anarenis, sino también de su descenso. Narraba cómo el mundo, con sus exigencias y su falta de magia, había ido ahogando su creatividad. "He dejado de pintar," había escrito. "Las manos ya no me responden. La luz de Anarenis se apaga en mis ojos." La última entrada era un lamento por un lienzo en blanco y un pincel seco.

Elías sintió que se le partía el alma. Había sido él, en su vida anterior, quien había renunciado a su arte, a su amor, a su propia alma. Pero al final del diario, había un mapa, dibujado con una mano que Elías no reconoció. Era una ruta críptica que comenzaba en San Isadora y terminaba en el centro de Caracas. El mapa no marcaba calles ni avenidas, sino símbolos: una espiral, un corazón, una estrella. Eran las pistas que el anciano le había dado en sus sueños.

Elías supo que el mapa no era de lugares, sino de recuerdos. Era el camino que lo llevaría a Anarenis, no en el pasado, sino en el presente. La búsqueda no era de un lugar, sino de una memoria, un rastro que ella había dejado para él.

Al día siguiente, con el diario en su mochila, Elías se dirigió a una de las bibliotecas más antiguas de Caracas, un lugar que había ignorado durante años. La biblioteca era un laberinto de estantes y escaleras de caracol, un lugar de susurros y libros que olían a humedad. Elías se adentró en la sección de arte y encontró una antigua enciclopedia de pintores venezolanos. Buscó el nombre de Anarenis M., y para su sorpresa, encontró una pequeña nota que mencionaba una exhibición en una galería de arte en el centro de la ciudad, un lugar que él había pasado por alto.

La galería estaba escondida en un callejón estrecho y oscuro. Elías entró, y la campana de la puerta sonó con un eco que le heló la sangre. El dueño de la galería era un hombre de unos setenta años, con una sonrisa que le recordaba a la del anciano del parque.

—¿Vienes por la exhibición de Anarenis M.? —preguntó el hombre, con una voz que parecía venir de un lugar muy lejano.

Elías asintió, sin poder hablar.

—Muchos vienen a buscarla —dijo el hombre. —Pero pocos la encuentran.

El hombre lo guió a una habitación trasera. En el centro de la sala había una sola pintura, cubierta con una tela blanca. Elías se acercó y, con las manos temblorosas, desveló la obra.

No era un retrato, ni un paisaje. Era un lienzo en blanco. En el centro, en letras apenas visibles, había una nota.

"No es la obra lo que falta. Soy yo. Y te sigo esperando."

Elías sintió que el mundo se le venía encima. No había rastro, no había pista. Pero cuando el galerista lo vio, se acercó, y con la misma voz que el anciano del parque, le dijo:

—La última obra de una artista no es su obra maestra, sino su carta de amor. Y la carta de amor que ella te dejó, no está en una pared. Está en el último lugar donde la buscaste: la biblioteca.

Elías lo miró, perplejo.

—La biblioteca... ¿qué?

—La biblioteca no es un lugar donde se guardan libros, sino un lugar donde se guardan recuerdos —dijo el galerista. —El verdadero diario de Anarenis, la verdadera carta de amor, no la encontrarías en un diario, sino en el lugar donde tú la olvidaste.

Elías sintió un escalofrío. El hombre no le hablaba del pasado, sino de algo que estaba por venir. El galerista sacó del bolsillo un libro antiguo, con las mismas iniciales que el diario de Elías.

—El espejo no solo refleja lo que fue —dijo el anciano, con una sonrisa—, sino lo que puede ser.




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