En SueÑos Te Veo

El Inventario de la Memoria

Elías sintió un escalofrío al tomar el libro de las manos del misterioso galerista. No era un simple volumen; era el Inventario de A.M., la voz silenciada de Anarenis en su vida pasada. Regresó a su apartamento, con los latidos del corazón marcando un ritmo urgente. Dejó el Inventario junto al diario de "E.S.", su yo de otra época, en su escritorio. Ahora tenía un diálogo: la memoria de quien olvidó frente al registro de quien siempre recordó.

Al abrir el Inventario, Elías confirmó que Anarenis no había catalogado arte; había catalogado recuerdos utilizando la única lengua que él, el bibliotecario, no podía ignorar: el sistema Dewey de clasificación.

Las primeras páginas estaban llenas de poemas, todos crípticos, todos dirigidos a él. Elías se dio cuenta de que cada verso era una llave, y cada número Dewey, la cerradura de un recuerdo en su propia estantería.

El poema que ya conocía era solo el principio. Había que descifrar toda la secuencia.

“En el lugar donde el tiempo se detuvo,

hallarás la verdad que se perdió.

Busca el espejo, en el arte del olvidado,

donde el corazón se esconde en el 920.”

Elías ya había encontrado la biografía 920, Vidas Paralelas, y el sobre con la fotografía. Pero el Inventario continuaba.

El siguiente poema hablaba de una pasión antigua:

“El pincel calló, la lira enmudeció,

mas la belleza persiste en la pasión que fue.

Busca la Poesía, en el verso del amante,

donde la voz del destino es 861.”

Elías se dirigió a la sección de literatura en español. El 861 correspondía a la poesía lírica venezolana. Sacó un tomo de Andrés Eloy Blanco, uno de sus poetas favoritos. Dentro, en lugar de un marcapáginas, encontró una pequeña pluma de ave, de un color iridiscente que parecía atrapar la luz. La pluma no era solo un objeto; era un símbolo recurrente en los bocetos de Anarenis, representando su espíritu viajero y libre. Al reverso de la pluma, un diminuto mapa, apenas visible, mostraba un punto marcado: "El jardín donde la niña juega".

El tercer poema lo sumergió en la duda sobre su propia identidad:

“Si el pintor se perdió en el lienzo en blanco,

el sabio en el saber encontrará el flanco.

Busca al hombre que te habla de hilos,

en la Filosofía, donde el espíritu es 149.”

La clase 149 de Filosofía, Sistemas Filosóficos Diversos. Elías buscó. Encontró un libro sobre el hermetismo y el alma. Era un libro desgastado, con anotaciones en los márgenes con una letra que le resultaba escalofriantemente familiar, la de su yo pintor. Una de las anotaciones decía: "El verdadero arte es recordar que nada se olvida, solo se guarda en la memoria del universo."

Al pasar las páginas, una cayó. No era una hoja de papel, sino una piedra pequeña, pulida, idéntica a la que le había dado el anciano del parque, pero más oscura, como si hubiera absorbido la tristeza. Esta piedra tenía grabada la silueta de un tren antiguo. La piedra se calentó al contacto con la palma de Elías, como si estuviera cargada de una energía olvidada.

Elías entendió que el Inventario no era un mapa físico, sino un mapa emocional y temporal. Cada objeto encontrado era una conexión sináptica que restablecía la memoria de su vida pasada. La pluma lo conectaba con el anhelo; la piedra, con el momento exacto de su separación en el tren.

La última referencia era la más directa, pero la más desconcertante:

“El último refugio, la última esperanza,

donde el tiempo se detiene y comienza la danza.

Busca la Religión, en el templo del alma,

donde la fe es un encuentro, en el 299.”

La clase 299, Otras Religiones y Creencias no clasificadas. Elías se dirigió a esa sección. Elías no encontró libros llamativos, solo un estante de volúmenes de tapa neutra sobre mitologías olvidadas. Su mano se detuvo en un pequeño libro de tapas grises, sin título. Era un compendio de leyendas venezolanas. Al abrirlo, el libro se dividió exactamente en dos. No por la mitad, sino por un corte limpio que revelaba un compartimento secreto.

Dentro del compartimento, había una llave antigua de hierro y, junto a ella, una nota final de Anarenis:

"La llave abre el único lugar donde nunca dejarás de buscarme. El lugar donde el arte se encuentra con el café, y la memoria se sirve caliente. Te espero en el 11:11, donde el tiempo se equilibra."

Elías miró el reloj. Eran las 11:05. La fecha de la foto era la del día siguiente. Anarenis no había dejado un rastro del pasado; había dejado una cita en el presente.

Elías estaba a punto de tomar el abrigo y salir corriendo cuando sintió un peso helado en su mano. Era la piedra del tren que había encontrado en el libro de Filosofía. Al tocarla, el agotamiento lo venció de golpe. No era hora de ir a la cita; aún faltaba una pieza para completarla. Cayó rendido sobre su escritorio, con la piedra y la llave en el puño.

Inmediatamente, se hundió en el sueño más profundo y claro que jamás había tenido.

El Último Tren.

Elías se encontró no en la estación, sino dentro del tren que lo había visitado por primera vez. Estaba oscuro y se movía sin rieles, a través de una densa neblina. En el último vagón, Anarenis estaba de pie, mirando por la ventanilla, su figura bañada en la misma luz azulada de sus primeros sueños.

—Gracias por guardar mis recuerdos —dijo ella, sin girarse. —Pero el inventario no te dice dónde estoy. Te dice dónde buscarte a ti.

Ella se giró y le mostró el espejo que Elías había recibido del Anciano. En el reflejo, Elías ya no veía su yo actual ni al Anciano, sino una imagen borrosa de su yo pintor, con la barba incipiente y las gafas.

—En el 11:11 nos encontraremos. Pero para que me veas, tienes que unir el diario, el inventario y el lienzo —le ordenó ella. —El secreto de nuestra reunión no está en el mapa, sino en la firma.

Elías sintió que el tren se detenía bruscamente. Afuera, la niebla se disipaba y él vio la fachada de la librería-cafetería, iluminada débilmente. Elías vio a Anarenis caminar hacia la puerta del vagón, pero antes de que pudiera tocarla, ella se desvaneció, dejando solo el olor a carbón y lluvia.




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