En sus ojos, mi secreto

2. El peso de un segundo

Habían pasado aproximadamente dos meses y medio desde que inició el año escolar. Aunque me las había arreglado para aprobar todas las materias del primer bimestre, este año resultó ser bastante más difícil que los anteriores. Las nuevas materias y el nivel de dificultad en los temas que estudiábamos habían aumentado considerablemente el nivel de exigencia. Decían que décimo era el grado más difícil, y empezaba a entender el porqué. Física y química me habían costado especialmente, pero esperaba que con el tiempo lograra cogerles el hilo.

La monotonía de la rutina escolar también comenzaba a pesarme. Madrugar todos los días, asistir a clase, regresar a casa, hacer las tareas, estudiar para los exámenes. Día tras día, el mismo ciclo. En años anteriores, encontraba cierta emoción en aprender cosas nuevas, pero después de tantos años repitiendo la misma rutina, sentía que aquella motivación se había desvanecido, y la carga académica había convertido el entusiasmo por el aprendizaje en una simple supervivencia para aprobar las materias.

A pesar del cansancio, intentaba recordar por qué estaba allí. El hecho de que faltaran menos de dos años para culminar esta etapa de mi vida me daba cierta motivación para no decaer. También había ciertas materias como historia, filosofía, religión o literatura, que lograban romper esa monotonía y me devolvían el interés genuino por aprender algo nuevo por amor al conocimiento y no simplemente para memorizarlo a corto plazo, escupirlo en un papel y olvidarlo al día siguiente.

Sin embargo, lógicamente había días en los que esta rutina invariable se veía alterada por sucesos puntuales, y hoy fue uno de ellos. Un día que marcaría un punto de inflexión en muchos aspectos, ya que tuvo lugar uno de esos acontecimientos cuyas implicaciones solo entendería hasta mucho tiempo después.

Comenzó como un miércoles común y corriente. El examen de inglés y la clase más distendida de filosofía coparon la mañana. A la hora del recreo, yo iba caminando por el pasillo cuando escuché un ruido fuerte, como de un golpe seco, seguido de un grito que me estremeció. Giré la cabeza hacia la escalera, lugar de donde provino el ruido. Vi cómo otros compañeros se amontonaban alrededor de una chica que estaba tendida en el suelo. Inmediatamente la chica empezó a llorar amargamente. Intenté ver quién era, pero su rostro estaba tapado por la maraña de piernas de quienes se agolpaban a su alrededor. Lo único que pude ver es que tenía sus manos aferradas a su pierna izquierda. Sus gritos de dolor entre sollozos me helaron la sangre.

Segundos después, vi a dos compañeros que salieron a toda prisa, seguramente en busca de una camilla, mientras que algunas de sus compañeras, entre las cuales identifiqué a Sofía, se acercaron a ella para intentar tranquilizarla. El profesor Méndez llegó al lugar y pidió a los curiosos que se retiraran para facilitar su traslado a la enfermería. Aunque la curiosidad intentaba detenerme, decidí retirarme yo también; al fin y al cabo no había nada que pudiera hacer.

Cuando salí al patio distinguí a lo lejos a Juan, que estaba sentado en uno de los bancos, así que me dirigí hacia él para conversar un rato.

—¿Sabes qué fue ese alboroto en el pasillo? —Me preguntó.

—Una chica tuvo un accidente en las escaleras, pero no vi quién era.

El tema quedó ahí. Pasamos el rato hablando sobre temas más banales, pero mi curiosidad seguía latente. De vez en cuando miraba hacia el edificio principal como si buscara alguna señal de lo que había pasado.

Entonces, Sofía apareció. A medida que se acercaba, noté que su rostro estaba pálido, tenía los ojos vidriosos al borde del llanto y una expresión de angustia.

—Juan… —dijo con voz temblorosa.

—¿Qué pasa?

—Vale… Vale se cayó por las escaleras.

Sentí un vacío en el estómago. No podía ser… ¿Valeria?

—¿¡Qué dices!? ¿Pero cómo?

—No sé, yo iba delante de ella y solo escuché el golpe. Cuando volteé a mirar estaba tirada en el suelo llorando. La llevaron en camilla a la enfermería, pero creo que se hizo mucho daño, porque le dolía mucho la pierna.

Por primera vez desde que escuché aquel grito sentí un nudo en la garganta. Aquella imagen de la chica tendida en el suelo con un intenso dolor ahora tenía nombre: Valeria. La misma Valeria que veía todos los días en clase.

No era precisamente amigo de Valeria, pero sí la conocía lo suficiente para preocuparme. Hablábamos algunas veces, debido a que estaba sentada justo detrás de mí. Aunque era bastante introvertida, era una chica amable y de buen corazón, y al recordar sus gritos de dolor sentí una gran pena. Ella no merecía pasar por esto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.