En sus ojos, mi secreto

3. La fragilidad que me atrapa

El resto de la semana, Valeria no regresó a clases, algo totalmente lógico dada la gravedad de su lesión. A pesar de que esperaba verla el lunes siguiente, su regreso me tomó completamente con la guardia baja.

Cuando la vi entrar por la puerta, un torbellino de emociones me golpeó con fuerza. Llevaba su pie enyesado, cubriendo desde su pie hasta justo debajo de la rodilla. Sus dedos sobresalían del yeso, y de manera casi instintiva me quedé mirándolos más tiempo del que debería. Iba caminando en muletas con notable esfuerzo; evidentemente no estaba acostumbrada a esto.

Avanzaba con pasos cautelosos y una sonrisa en su rostro, pero ésta parecía ser más una fachada para disimular el cansancio de caminar con las muletas y de todo lo que había tenido que pasar en estos últimos días. Sus brazos parecían hacer un gran esfuerzo con cada paso que daba, y cuando llegó a su lugar se tumbó como pudo sobre el asiento, soltando un suspiro de alivio. No sé qué hizo clic en mi cabeza, pero hubo algo en la imagen de Valeria, en su fragilidad, que me removió por dentro.

Volví a mirar con disimulo su pie enyesado. La rigidez del yeso contrastaba con la suavidad de sus dedos pálidos que asomaban al final de la escayola. Se veían tan frágiles, tan delicados. Sentí una extraña mezcla entre fascinación y ansiedad. Apreté los puños y aparté la mirada, sintiéndome culpable.

El profesor Ruiz entró al aula y dejó sus libros encima del escritorio antes de dirigir su mirada hacia Valeria.

—Me alegra que estés de regreso, Valeria. ¿Quieres sentarte en la primera fila? Así podrás estirar la pierna con mayor comodidad.

Valeria respondió afirmativamente.

—Daniel, por favor, intercambia tu lugar con Valeria —continuó el profesor.

Daniel, que estaba sentado justo delante de mí, recogió sus cosas y se levantó para ocupar el lugar de Valeria. Yo, por mi parte, apenas oí la instrucción del maestro, sentí un impulso casi instintivo de ayudar a Valeria, así que volteé la mirada en su dirección y me ofrecí a ayudarla. Ella aceptó mi ofrecimiento con una sonrisa de gratitud, pero pude notar en su rostro una expresión no sé si de ansiedad o de incomodidad, y creía saber el porqué: Valeria siempre fue bastante introvertida, de manera que convertirse repentinamente en el centro de atención y depender de la ayuda de otros en ciertas ocasiones era algo difícil de manejar para ella. De cualquier modo, ella se levantó del asiento, apoyándose en la mesa; yo me puse a su lado y ella me rodeó con su brazo para sostenerse. Avanzamos lentamente, mientras ella se movía dando saltitos. Una vez la ayudé a sentarse, regresé por sus muletas y su mochila. Ese pequeño gesto de cortesía no hizo más que acrecentar el caos emocional que me removía por dentro.

Ya ubicada en su lugar, Valeria, con mucho cuidado, extendió su pierna hacia el pasillo para que no le incomodara. Ahí fue cuando pude ver nuevamente su pie enyesado. Mis ojos se fijaron en él sin que pudiera evitarlo. Al principio, pensé que era simple curiosidad, pero pronto me di cuenta de que había algo más profundo. Mientras miraba su pie furtivamente, la culpa me golpeó nuevamente. ¿Por qué rayos no podía dejar de mirar?

Nunca había pensado demasiado en Valeria antes; no éramos amigos cercanos. Pero ahora, al verla sentada allí delante, con el yeso inmovilizando su pie, caminando con muletas y dependiendo de los demás para algunas cosas, algo despertó en mí. No era lástima. Tampoco era simple empatía. Era una mezcla entre fascinación y ternura, como si mis ojos percibieran la belleza en la fragilidad. Era algo que en ese momento no lograba comprender del todo.

Durante las dos clases de la mañana, mi mente estuvo muy perdida. Por más que intentaba poner atención a la explicación, la ansiedad al tener delante a Valeria con el pie enyesado me tenía completamente atrapado. Cuando sonó la campana del recreo, salí del aula rápidamente, intentando despejar la mente. Al salir por la puerta, vi a Adriana, que aparentemente estaba esperando a alguien.

—Buenos días, profe —la saludé, sin saber a quién estaba esperando.

—Hola, Sebastián —me respondió con su amabilidad característica, capaz de alegrarle el día a cualquiera.

Yo también me quedé cerca de la puerta, esperando a que Alejandro saliera para ir juntos al patio. Y entonces entendí por qué Adriana se encontraba allí: estaba esperando a Valeria.

Cuando la vio salir, su rostro se iluminó de inmediato.

—¡Valeria! —exclamó con cariño.

Se acercó con pasos firmes, pero con suavidad, como si no quisiera abrumarla.

—Me alegra verte de vuelta —continuó, y su tono daba a entender que hablaba en serio—. ¿Cómo te sientes?




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