Desde que Valeria regresó al colegio hace unas semanas con el pie enyesado y en muletas, algo dentro de mí cambió. Antes no éramos muy cercanos; apenas compartíamos algunas palabras en clase, pero ahora sentía algo difícil de explicar. Me sentía cautivado tanto por la vista de su pie enyesado, que emanaba una inexplicable belleza ante mis ojos, como por la fragilidad que irradiaba, la cual hizo que desde entonces me haya sentido más dispuesto a estar cerca de ella y ayudarla en lo que necesitara.
A pesar del sentimiento inexplicable que había detrás de dicho interés en hacer pequeños actos de cortesía por ella, como cargar su mochila cuando tenía que subir escaleras, alcanzarle algo que estuviera lejos de su alcance, preguntarle cómo iba su recuperación, entre otras cosas, lógicamente yo no era el único que estaba dispuesto a ayudarla; a su alrededor había un grupo de compañeros que la arropaba. Sin embargo, pronto me di cuenta de que no todos compartían esa misma empatía.
Arango y su grupo de amigos, esos que disfrutaban haciéndole la vida imposible a los demás, comenzaron a ensañarse con Valeria, aprovechando su vulnerabilidad.
Al principio, el acoso se limitaba a burlas y comentarios sarcásticos.
—Vean, ahora tenemos un pingüino en la clase —decía Arango, mientras imitaba torpemente a alguien caminando en muletas.
Las risas estallaban a su alrededor.
Valeria trataba de ignorarlos. Se hacía la fuerte, pero en su rostro se notaba la impotencia. Luego, el acoso se volvió más físico: le escondían las muletas cuando las dejaba apoyadas en la pared, colocaban sus cosas en estantes altos donde no podía alcanzarlas, le hacían zancadilla cuando pasaba frente a ellos, entre otros actos repudiables.
Un día, los matones abordaron a Valeria en el pasillo y forcejearon con ella hasta que lograron arrebatarle una de sus muletas. Luego, empezaron a pasársela entre ellos como si fuera un juguete. Valeria no tuvo más opción que apoyarse en la pared sin poder moverse.
—¡Devuélvanmela! —pidió con la voz tensa, al borde del llanto.
La súplica de Valeria, lejos de persuadirlos, parecía divertirlos aún más, con lo cual, invadido por la ira, no dudé en intervenir.
—¿¡Qué pasa!? —dije con rabia, arrebatándole la muleta a Arango.
Mi reacción desató más burlas.
—Vean, el héroe de la inválida —bromeó Chacón, otro de los hostigadores.
No respondí, solo ayudé a Valeria a sostenerse y le entregué la muleta. Ella susurró un «gracias, Sebas», pero sus ojos evitaron los míos, como si no quisiera que la viera vulnerable.
De todos modos, en ese momento supe que este acto tendría consecuencias y que yo me había convertido en un nuevo objetivo de Arango y compañía.
Al día siguiente me encontré con la primera sorpresa desagradable: mi mochila estaba volteada, con todo su contenido desparramado por el suelo. Afortunadamente, parecía que no me habían robado nada. Un par de días después, ocurrió otro incidente. Al regresar del almuerzo, noté un pequeño reflejo en mi asiento: un chinche, estratégicamente pegado con cinta adhesiva, aguardaba por mí. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al imaginar qué habría pasado si me hubiese sentado sin darme cuenta.
Después de este par de incidentes, los matones parecieron haber perdido el interés en mí y todo quedó ahí. Quien realmente me preocupaba era Valeria. Sin embargo, ella no era el único objetivo de los hostigadores. Unos cuantos compañeros más habían sido víctimas de bullying, pero, sin lugar a dudas, el más perjudicado era Sergio, un chico tranquilo, callado y bastante bueno en los estudios. No se metía con nadie, pero eso no impedía que Arango y su grupo le hubieran estado haciendo la vida imposible casi desde el inicio del año.
Lo molestaban constantemente, le arrebataban sus cosas, le lanzaban objetos, entre otros comportamientos. Sabían que podían molestarlo sin temor a represalias.
Tanto él como Valeria se quejaron ante el profesor Ruiz, nuestro director de curso:
—No les presten atención —dijo con desinterés—. No permitan que los molesten.
Como si fuera tan fácil. Sentíamos una enorme impotencia ante la inoperancia de quienes podían actuar de oficio para frenar el problema.
Un día, fui testigo de una de estas situaciones. Era la hora de la salida; Arango y compañía le habían quitado la mochila a Sergio y se la pasaban entre ellos.
—Oleee… —gritaban, mientras Sergio trataba inútilmente de recuperarla.
Pero, antes de que pudiera hacer algo, escuché una voz firme: