Septiembre llegó casi sin que me diera cuenta. A pesar de mi conflicto interno respecto a lo de Valeria, los deberes académicos me obligaban a no detenerme. La rutina, si bien era desgastante, también era una oportunidad para mantener la mente ocupada en otros asuntos.
Sin embargo, hoy lunes, desde que llegué al colegio, algo en el ambiente se sentía raro. Todos los profesores tenían un semblante extraño; los notaba más serios que de costumbre. Intenté no darle importancia al principio, pero esa sensación persistió durante todo el día.
El martes, durante la clase de literatura, me llamó especialmente la atención el semblante de la profesora Elizabeth. No solo estaba seria y sin la actitud desenfadada que la caracterizaba, sino que parecía como si algo la estuviera afectando profundamente. Su tono era más pausado y su mirada se perdía por momentos, como si estuviera luchando contra sus pensamientos.
El miércoles llegó, pero el ambiente seguía enrarecido por una razón que aún desconocíamos. De todos modos, ahora tocaba historia, así que esperaba que Adriana, con su habitual energía y su sonrisa que iluminaba el aula, fuera la excepción.
Habían pasado quince minutos desde que sonó la campana y Adriana todavía no aparecía. Era raro, dado que ella siempre era muy puntual. Un par de minutos después, quien apareció por la puerta fue Ruiz.
—Hoy la profesora Adriana no pudo venir. Permanezcan en orden y aprovechen esta hora para adelantar cualquier trabajo.
Se fue sin decir más.
Esto me hizo caer en cuenta de algo: desde que empezó la semana, no había visto a Adriana. Pasó el resto de la semana y Adriana seguía sin aparecer. Algunos compañeros preguntaron a los profesores, y dijeron que estaba enferma. Pero había algo que no encajaba. Si solo estuviera enferma, ¿por qué no había dejado algún material de trabajo o, al menos, alguna indicación para la clase? Esto no era propio de Adriana, e hizo que empezáramos a preocuparnos.
Llegó la semana siguiente y nada cambió. La ausencia repentina y prolongada de Adriana no hizo más que aumentar la preocupación en nosotros, especialmente en algunos compañeros como Valeria.
—Esto no me gusta —me dijo Valeria durante una pequeña conversación en un cambio de clase.
—A mí tampoco. ¿Por qué no nos pueden decir con claridad cómo está Adriana?
—Ya sé —respondió Valeria—. Ahorita en literatura le voy a preguntar a Elizabeth. Ella es muy amiga de Adriana y seguramente sabe cómo está.
Durante la clase de literatura, la actitud de Elizabeth seguía siendo la misma que en la semana anterior. La campana que indicaba el final de la clase sonó y, mientras todos nos disponíamos a guardar nuestras cosas y salir, Valeria se acercó a Elizabeth con cautela y le hizo la pregunta en voz baja. Elizabeth levantó la mirada. Se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera meditando qué responder. Luego, pidió a Valeria que regresara a su lugar y soltó un suspiro.
—Chicos, siéntense un momento.
La instrucción nos tomó por sorpresa, pero obedecimos de inmediato, suponiendo que tenía algo importante que decirnos. La maestra apoyó las manos en el escritorio, como si necesitara estabilidad, y respiró hondo antes de hablar.
—Sé que muchos de ustedes están preocupados por Adriana, y es justo que sepan la verdad —hizo una pausa, y sus ojos recorrieron el aula, como si dudara por un instante si debía continuar—. Adriana no está exactamente enferma… Tuvo un accidente.
Un sudor frío recorrió mi cuerpo.
A mi alrededor, vi expresiones de desconcierto e incredulidad. Un par de compañeros se miraron entre sí, otros con el ceño fruncido, otros con los labios entreabiertos, sin saber qué decir. Pude notar cómo Valeria se tensaba delante mío. Yo, por mi parte, estaba inmóvil. La palabra «accidente» resonaba en mi cabeza con una frialdad inquietante.
—¿Y cómo está? —preguntó alguien tímidamente.
Elizabeth, que claramente estaba haciendo un esfuerzo por mantenerse serena, bajó la mirada por un segundo antes de responder:
—Todavía está muy delicada… y va a tardar tiempo en volver.
Nadie se atrevió a indagar más, en parte porque se notaba que a Elizabeth le estaba costando hablar sobre esto; en parte también porque temíamos las respuestas. Salimos del aula en medio de un silencio sepulcral, con la noticia golpeándonos como un puño invisible en el estómago.
«Adriana tuvo un accidente».
La frase rebotaba en mi cabeza, pero se sentía extraña, como si aún no pudiera encajar en la realidad. No podía entenderlo. No quería entenderlo.