En sus ojos, mi secreto

9. Oscuridad

Desde que comenzó el segundo semestre del año escolar, mi mente no había encontrado descanso. Todo parecía volverse un torbellino de pensamientos y preocupaciones que me perseguían incluso en los momentos en los que intentaba distraerme. No importaba lo que hiciera, siempre estaban ahí, acechando en la periferia de mi consciencia, listos para arrastrarme de vuelta a la incertidumbre y a la culpa.

Por un lado, estaba Valeria. O más bien, la distancia que yo mismo había dejado crecer entre nosotros. Cuando todo comenzó y nos hicimos amigos cercanos, parecía que nuestra amistad tenía un propósito. Pero, con el tiempo, ese lazo se iba desvaneciendo poco a poco. No de golpe, no por una pelea o un desacuerdo. Simplemente dejé que nuestra amistad se enfriara sin hacer nada para impedirlo. En su momento, ni siquiera lo noté. O tal vez sí, pero preferí ignorarlo. Me volví un amigo ocasional, alguien que aparecía de vez en cuando, más por compromiso que por un verdadero deseo de estar ahí.

Ahora me resultaba difícil siquiera mirarla sin sentir ese remordimiento punzante. Cada vez que nos saludábamos o teníamos una conversación fugaz, un pensamiento me golpeaba como un martillazo: «Tú fuiste quien la alejó. Tú fuiste quien no la valoró como amiga».

Podría haber intentado reavivar nuestra amistad, pero decidí no hacerlo.

Porque no lo merecía.

No merecía su amistad porque no había sido un amigo real. Había estado a su lado por las razones equivocadas, por lo que su lesión generaba en mí, en lugar de verla por quien realmente era, más allá de cualquier circunstancia temporal. No merecía acercarme ahora, cuando ella seguramente tenía mejores amistades, más genuinas y menos egoístas. No había lugar para mí en su vida, y estaba bien: era lo que me había ganado.

Por otro lado, estaban las obligaciones académicas: exámenes, trabajos, la presión por aprobar el año. Pero, ¿cómo se supone que debía concentrarme en mis estudios cuando todo lo que sentía era una presión constante en mi pecho? Hacía las tareas mecánicamente, estudiaba sin realmente asimilar lo que leía y no dormía las horas que debía, ya que cuando intentaba hacerlo, mi cabeza se llenaba de pensamientos que no me dejaban en paz.

Y luego estaba Adriana. La profesora que siempre nos recibía con una sonrisa, la misma que lograba hacer de cualquier clase un espacio ameno y acogedor, ahora estaba ausente. Al principio, nadie sabía realmente qué había ocurrido. Las noticias llegaban a cuentagotas, fragmentadas y envueltas en una vaguedad que solo aumentaba nuestra preocupación. Lo único que nos dijeron en un inicio fue que estaba en el hospital y que su estado era delicado. Pasó poco más de un mes antes de que se supiera que había sido dada de alta, pero incluso entonces no nos dijeron mucho más. Supuestamente, seguía en recuperación, pero nunca especificaron qué tipo de lesiones había sufrido ni cuánto tiempo tardaría en volver.

El hecho de que nadie nos explicara con claridad su estado de salud me resultaba desconcertante. Era como si estuvieran intentando protegernos de una verdad que no querían que supiéramos. Como si, al ocultarnos los detalles, pudieran hacernos creer que todo estaba bien cuando, en el fondo, sabíamos que no era así.

Y no era solo la preocupación por alguien a quien apreciábamos. Algo en el colegio había cambiado. Parecía que el ambiente había perdido cierto encanto. La clase de historia, que con Adriana siempre había sido dinámica y llena de debates interesantes, ahora se había vuelto monótona. La profesora sustituta hacía su mejor esfuerzo, pero no lograba llenar el vacío que Adriana había dejado.

A veces intentaba imaginar cómo estaba Adriana. ¿Estaría sufriendo? ¿Se recuperaría completamente? Lo que más me atormentaba era la incertidumbre de no saber cuánto de ella había cambiado. ¿Seguiría teniendo esa energía cálida y contagiosa? ¿Seguiría siendo la misma Adriana que conocíamos, o el accidente la habría convertido en una sombra de lo que fue?

Lo peor era que, aunque me preocupaba, no podía hacer nada al respecto. No podía verla, no podía hablar con ella, no podía hacer nada para ayudarla. Todo lo que podía hacer era esperar… esperar y lidiar con la incertidumbre.

Además de mi preocupación por el estado de salud de Adriana, el pensamiento sobre nuestra conversación pendiente seguía pesando sobre mí como una losa.

Siempre me decía que habría un mejor momento, que aún tenía tiempo. Que podía esperar a sentirme más seguro, a encontrar las palabras adecuadas. ¿Y ahora? Ahora Adriana no estaba. No sabía cuánto tardaría en volver. No sabía siquiera si volvería siendo la misma. Aunque odiaba pensarlo, también estaba la posibilidad de que no volviera a verla y, de ser así, no tendría nunca más la oportunidad de tener aquella conversación tan necesaria para mí. En ese caso, ¿qué sentido tenía haber esperado tanto para hablar con ella?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.