Llegó noviembre y las vacaciones de fin de año estaban a la vuelta de la esquina, pero la sensación no era de felicidad. Me sentía agotado física y emocionalmente. Me costaba bastante concentrarme en clase, y con frecuencia me sorprendía perdiéndome en pensamientos negativos. No tenía un plan, no tenía claridad sobre lo que haría con mi vida, con mis relaciones, con todo lo que había pasado en estos meses. Pero sí tenía una certeza: necesitaba que este año terminara.
El remordimiento por el distanciamiento que tuve con Valeria no desapareció. Aunque seguí compartiendo conversaciones esporádicas con ella, seguía sintiéndome indigno de su amistad debido al motivo por el que me acerqué a ella en primer lugar. Y cuando pasaba el tiempo con ella, también me era difícil ver su evidente tristeza por la ausencia de la profesora a la que tanto quería.
Un par de semanas antes de salir a vacaciones, y sin noticias de Adriana desde hacía casi un mes, vi a Valeria sentada en un banco en un lugar poco concurrido del patio, a la sombra de un viejo árbol. Estaba mirando al suelo con una expresión de desánimo. Me acerqué con cautela y le pregunté si podía sentarme a su lado. Ella asintió con una sonrisa triste y, poco después, murmuró con voz temblorosa:
—Sebas… No puedo dejar de pensar en Adriana. No soporto esto… no saber nada, no poder hacer nada. Me siento impotente…
Cuando la miré, tenía los ojos enrojecidos y, un segundo después, una lágrima rodó por su mejilla. Mi pecho se encogió al verla así. La rodeé con mi brazo y apoyó su frente contra mi hombro.
— Yo también la extraño —dije con un hilo de voz—. Es injusto que nos dejen en la incertidumbre.
Ella sollozó un poco más y luego se aferró a mi brazo. En ese momento sentí su fragilidad, pero, al mismo tiempo, me di cuenta de lo extraña que se sentía la cercanía; al fin y al cabo, esto era lo más cerca que habíamos estado en meses. Este momento, lejos de hacerme sentir bien, hizo que mi mente se inquietara aún más. ¿Por qué las únicas veces que tenía la voluntad verdadera de acercarme a Valeria era en sus momentos de vulnerabilidad? ¿Por qué me resultaba tan difícil conectar con ella cuando estaba bien, cuando no necesitaba apoyo?
Me sentía egoísta. Valeria siempre había estado ahí, pero yo solo parecía buscarla cuando su fragilidad era evidente. Tal vez, sin querer, la veía como alguien a quien proteger en lugar de alguien con quien compartir. Y ese pensamiento me dejó intranquilo.
Y, hablando de Adriana, también me sentía abrumado por la incertidumbre sobre su estado. Por cómo la vida en el colegio siguió sin ella, como si nada hubiera pasado, como si su ausencia no hubiera dejado un vacío en quienes realmente la apreciábamos. No podía aceptar el hermetismo con el que habían manejado su situación. Merecíamos saber cómo estaba. Y, sobre todo, ella merecía saber cuánto la extrañábamos.
Decidí no guardarme este último pensamiento:
—Me pregunto si Adriana tiene idea de cuánta falta nos ha hecho —le dije a Valeria.
Ella no dijo nada al principio, pero unos segundos después, vi cómo su rostro pasó del abatimiento a una expresión más pensativa. Parecía que una idea había florecido en su mente.
—Oye, Sebas… Estaba pensando si de pronto…
Seguí mirándola en silencio, dándole espacio para que continuara.
—Si de pronto podemos enviarle un mensaje entre todos. No sé… algo que le dé ánimos y que le recuerde cuánto la queremos.
Sentí un calor en mi pecho al escuchar estas palabras de Valeria. Me encantaba la idea de enviarle un mensaje a Adriana, pero aún tenía dudas sobre cómo podríamos hacérselo llegar.
—Voy a hablar con Sofi —continuó Valeria—. Ella tiene cierta confianza con Elizabeth, así que ella le puede preguntar si puede entregarle nuestro mensaje.
Al regresar al aula tras el recreo, mientras Valeria hablaba con Sofía, yo también compartí la idea con mis amigos. Todos estuvieron de acuerdo, y pronto toda el aula estaba al tanto sobre nuestro plan. Cuando sonó la campana para indicar la hora del almuerzo, vi a Sofía dirigirse rápidamente a la entrada del salón de 11°B, donde Elizabeth tenía clase. Yo, por mi parte, me dirigí a la cafetería en compañía de Alejandro y Valeria, y los tres nos sentamos en la mesa esperando con ansias a Sofía, que llegó unos minutos después:
—Elizabeth dijo que sí, que nos ayudará a entregárselo —dijo Sofía, mientras colocaba la bandeja de su almuerzo sobre la mesa.
Sonreí, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que podía hacer algo más que preocuparme en silencio. Ahora simplemente teníamos que ponernos manos a la obra.
Esa tarde, ya en casa, me senté frente a mi escritorio para ponerme a la tarea de redactar mi mensaje para Adriana. No era muy bueno para estas cosas, y estuve un par de minutos mirando la hoja en blanco frente a mí mientras jugaba nerviosamente con el bolígrafo. Tras reflexionar un poco sobre la huella que ella había dejado en mí durante el tiempo en que la había conocido, empecé a encontrar las palabras:
«Hola, profe. Solo quería decirte que te extrañamos mucho en el colegio. No es lo mismo sin ti; echamos de menos tu energía contagiosa y tus clases amenas y entretenidas. También quería aprovechar este mensaje para agradecerte por todo lo que has hecho por mí; no solo por lo que me has enseñado, sino también por todas las veces que me has hecho sentir mejor con una palabra de ánimo o un consejo. Espero que te estés recuperando bien y ojalá podamos verte pronto.