El día transcurría con normalidad, sin nada especialmente llamativo. Las clases de la mañana habían sido como cualquier otra, y ahora, tras el recreo, esperaba con ansias la clase de historia. Mientras estaba sentado en mi lugar esperando a que llegara Adriana, no esperaba que algo tan simple pudiera descolocarme por completo.
Adriana entró al salón y, mientras impulsaba su silla de ruedas hacia el escritorio, un detalle llamó mi atención de inmediato: llevaba sandalias.
Me tomó por sorpresa. Hasta ahora, jamás la había visto con un calzado que dejara al descubierto sus pies. Siempre usaba zapatos cerrados, sobrios y prácticos, como si fuera una regla autoimpuesta.
Sus pies, que hasta entonces habían sido un misterio para mí, se veían cuidados, con uñas prolijas y una piel suave a la vista. Por momentos, sentía que mi mirada se desviaba involuntariamente hacia sus pies que descansaban con naturalidad sobre el reposapiés de la silla de ruedas. Me reprochaba a mí mismo por hacerlo, sintiéndome culpable y temiendo que ella o alguien más lo notara, pero al mismo tiempo, era imposible evitarlo.
Un cúmulo de emociones se arremolinaba en mi pecho: fascinación, sorpresa, una especie de euforia silenciosa, pero también ansiedad. Fueron los mismos sentimientos que experimenté durante el jeans day, cuando algunas de mis compañeras vinieron al colegio en sandalias. Hoy, sin embargo, dichos sentimientos se manifestaron con una intensidad mayor por tratarse de Adriana.
Me sentí como si hubiera abierto sin querer una puerta prohibida. No era solo la sorpresa de ver sus pies; era la sensación de estar viendo algo íntimo, como si ese pequeño detalle revelara un aspecto que hasta ahora ella había preferido mantener a resguardo.
Cuando la clase terminó y Adriana salió del aula, me quedé sentado un rato, tratando de recomponerme. Ella no tenía idea del caos que acababa de desatar en mí.
Un par de días después, descubriría el porqué de dicha elección de calzado.
Yo estaba sentado en un banco, disfrutando de la brisa de la mañana y observando distraídamente a los demás estudiantes mientras dejaba que mis pensamientos vagaran. Fue entonces cuando vi a Adriana acercarse.
—¡Sebastián! —me saludó con su habitual calidez, sonriéndome mientras se detenía frente a mí.
—¡Hola, profe! —respondí, devolviéndole la sonrisa.
Se detuvo junto a mi banco y comenzamos a hablar sobre cosas triviales: la clase de historia, el examen de la próxima semana, una tontería que alguien había dicho en clase y que nos hizo reír. Todo era cada vez más natural entre nosotros, al punto que a veces me olvidaba de todo lo que había cambiado desde que regresó al colegio hacía unas semanas.
Cuando aún estaba un poco lejos, ya había notado que llevaba sandalias de nuevo. Sentí una mezcla de emociones similar a la que había experimentado anteayer, pero mucho menos intensa; al fin y al cabo, ya no era algo completamente inesperado como aquella vez. Sin embargo, ahora que estaba junto a mí, detallé algo más: sus pies estaban hinchados.
No era una hinchazón leve; era bastante notoria, imposible de ignorar. Sabía que esta era una de las muchas consecuencias de una lesión medular, pero no sabía exactamente por qué ocurría.
Mi primera reacción fue apartar la vista. Miré hacia otro lado, fingiendo interés en unos pájaros que picoteaban el pasto. Pero, sin poder evitarlo, mis ojos volvían cada tanto, en ráfagas breves y furtivas, como si mi curiosidad tuviera vida propia. Me sentía avergonzado por ello. Como si estuviera invadiendo algo íntimo, aunque solo fuera con la mirada.
Me recosté un poco en el respaldo del banco, cruzando los brazos como si así pudiera controlar mis propios impulsos. Sentía que las palabras se acumulaban en mi garganta, pero el miedo a parecer entrometido me mantenía en silencio.
A ratos, mientras ella hablaba, asentía con la cabeza, pero con la mente en otra parte. ¿Estaría bien? ¿Le dolería? ¿Se habría dado cuenta de que la observé?