En sus ojos, mi secreto

16. Entre nervios y sonrisas

Desde que empezó el año académico, hacía poco más de un mes, y Adriana regresó al colegio en silla de ruedas, había intentado acercarme a ella, ayudándola en lo que necesitara y conversando con ella más de lo que solía hacerlo. Aunque creía que iba por buen camino, ya que ella parecía disfrutar de mi compañía, todavía había algo dentro de mí que dudaba. A veces me preguntaba si estaba haciendo demasiado o si debía tomar más distancia, sobre todo teniendo en cuenta que había una relación profesional de por medio. Hoy, sin embargo, sentía que tenía la excusa perfecta para demostrarle cuánto la apreciaba sin que pareciera extraño: el Día de la Mujer.

En otros años, esta fecha no había significado mucho para mí. Más allá de algún pequeño regalo o una salida a comer con mi madre y mi hermana, era por demás un día normal, con las clásicas felicitaciones y, en ocasiones, algún acto en el colegio. Pero este año, con Adriana, esta fecha tomaba un matiz distinto.

Sin embargo, el solo hecho de pensar en darle un regalo me ponía nervioso. Por un lado, no quería que sospechara lo que realmente sentía por ella. No quería que pensara que tenía una intención oculta, ni mucho menos que me estaba excediendo en la cercanía que ya teníamos. Por otro lado, tampoco quería que pensara que intentaba sobornarla o ganarme su simpatía con obsequios, como si estuviera buscando mejores calificaciones o algo por el estilo. Pero, a pesar de estos temores, sabía que si dejaba pasar esta oportunidad me iba a arrepentir.

Por eso estuve dándole bastantes vueltas al regalo. Algo demasiado personal o elaborado podía ser arriesgado, y algo demasiado impersonal haría que pareciera un simple compromiso. Después de mucho pensarlo, decidí que unos chocolates serían la mejor opción: era un detalle sencillo, pero significativo.

Afortunadamente, hoy teníamos historia, así que podía entregárselos al final de la clase sin tener que ir a buscarla. Durante la clase, intenté comportarme con normalidad, pero no podía evitar sentirme inquieto. El paquete de chocolates en mi mochila parecía hacerse más y más pesado. Cada minuto que pasaba me acercaba más al momento de entregárselo, y por más que intentara convencerme de que era solo un detalle sin mayor implicación, mi corazón latía con fuerza.

Cada vez que ella hablaba, explicando la lección del día, yo me preguntaba cómo reaccionaría al recibir mi regalo. ¿Se sorprendería? ¿Se emocionaría? ¿O simplemente lo aceptaría con cortesía sin darle mucha importancia?

Finalmente, la campana sonó, marcando el final de la clase. Mis compañeros comenzaron a recoger sus cosas y a salir del aula.

Mi oportunidad había llegado.

Respiré hondo, y cuando el último de mis compañeros salió, me dirigí a su escritorio.

Cuando estuve lo suficientemente cerca, ella levantó la vista y me sonrió con esa calidez que siempre tenía. Tragué saliva. Ahora no había vuelta atrás.

Con las manos un poco temblorosas, extendí el paquete de chocolates hacia ella.

—Profe… te traje este pequeño detalle. Feliz Día de la Mujer —dije, sintiendo el calor subir a mis mejillas.

Ella me miró con sorpresa antes de bajar la vista al regalo. Sus labios se curvaron en una sonrisa cálida mientras tomaba el paquete de chocolates entre sus manos.

—Sebastián… qué lindo detalle. Muchas gracias.

No pude evitar sonreír también.

—Me alegra que te guste.

Hubo un breve silencio en el que ella miró el regalo con ternura.

—Es bonito recibir un detalle así —dijo, levantando la vista para mirarme—. Pero es más bonito saber que viene de alguien como tú.

No sabía qué decir, así que solo sonreí. Mi corazón latía con fuerza, pero esta vez ya no era por nerviosismo, sino por la satisfacción de verla feliz.

Finalmente, me despedí y salí del aula con una sensación de alivio y felicidad. Había valido la pena.

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La izada de bandera transcurrió sin mayores sorpresas. Discursos, aplausos, entrega de menciones. No era la actividad más emocionante del mundo, pero al menos nos daba un respiro de la rutina. Además, todos estábamos vestidos más elegantes de lo habitual.

Los profesores tampoco eran la excepción. Todos lucían más formales, pero yo solo estaba pendiente de una persona. Durante toda la ceremonia intenté concentrarme, pero no podía evitar echar vistazos furtivos en su dirección. No fue hasta el recreo cuando realmente pude verla bien: Adriana estaba en un rincón tranquilo del patio, con una expresión serena mientras observaba el movimiento a su alrededor. Mi corazón dio un vuelco.




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