En sus ojos, mi secreto

17. Silencio en los pasillos

El día que Adriana faltó al colegio por primera vez, no supe cómo reaccionar. Era un miércoles normal, de esos en los que todo parecía seguir su curso habitual. Después del recreo, esperaba con ansias la clase de historia, en la que Adriana iba a continuar con el tema de la Guerra Fría, el cual, como era habitual en sus clases, me había dejado con un interés creciente y unas ganas de que llegara la siguiente clase. Al llegar al aula, me acomodé en mi asiento y empecé a hojear el cuaderno para repasar un poco lo que habíamos visto el pasado viernes. Cuando la puerta del aula se abrió, vi a Méndez entrando para informarnos que Adriana se sentía indispuesta y no había podido venir.

Intenté convencerme de que no era nada grave. Tal vez solo necesitaba un par de días de descanso o decidió no venir por mera precaución. Sin embargo, cuando pasaron los días y luego las semanas sin que regresara, la inquietud comenzó a invadirme. Los profesores se limitaban a decir que estaba enferma, pero nadie daba detalles. Y eso era justo lo que más me inquietaba: el silencio. Ese mismo silencio que hubo la vez del accidente, cuando nadie nos dijo nada hasta que fue imposible ocultarlo. No quería ser pesimista, pero no podía evitarlo.

Es extraño cómo la rutina de la escuela y la presencia de ciertas personas pueden llegar a convertirse en algo tan importante. Yo, que normalmente no era de aquellos que dependían de la compañía de otros, me vi atrapado en un mar de pensamientos que solo giraban en torno a ella. Mi mente no dejaba de preguntarse qué podría estar sucediendo; si estaba hospitalizada, si su condición había empeorado de alguna manera, si lo que la mantenía fuera de las aulas era grave. Incluso, aunque odiaba pensarlo, si tal vez no regresaría.

La preocupación se mezclaba con una sensación de vacío que no podía explicar del todo. Me había acostumbrado a verla casi todos los días, a escuchar su risa, a compartir esos pequeños momentos en los que charlábamos distendidamente sobre cualquier cosa. Era consciente de que no tenía derecho a exigir respuestas, que yo solo era su alumno, pero aun así, no podía evitar sentir que me estaban arrebatando algo importante, algo que hacía mis días más llevaderos. Era absurdo, pero hasta los pasillos del colegio parecían más fríos sin ella.

Recordé la pequeña conversación que tuvimos en el recreo el último día que nos vimos, cuando me contó entre risas cómo, durante una reunión virtual con otros profesores, olvidó apagar el micrófono mientras regañaba a su gato por subirse al escritorio y se dio cuenta cuando todos empezaron a reírse. Me alegró un día que había sido bastante estresante hasta entonces. Esa ligereza suya, esa capacidad de convertir cualquier cosa en algo humano… eso era lo que más me hacía falta. Ojalá pudiera verla, aunque fuera solo por un rato, y decirle cuánto me gustaban esos momentos en los que el mundo parecía detenerse solo para escucharla.

También la extrañaba dentro del aula. Las clases sin Adriana eran silenciosas, casi incómodas. A veces traían a un reemplazo que leía el libro de texto sin levantar la vista. Otras veces, simplemente nos dejaban hacer «trabajo autónomo», que en realidad era tiempo muerto. Durante esas clases pensé mucho en la diferencia entre enseñar y simplemente estar allí. Con Adriana, todo tenía un hilo. Sin ella, parecía que solo marcábamos el paso.

Valeria también la extrañaba. Lo noté en la forma en que miraba el escritorio vacío de Adriana, en su cara de decepción cada vez que llegaba otro profesor en la hora de historia. Sabía lo importante que era Adriana para ella, y aunque no hablábamos mucho del tema, estaba seguro de que sentía lo mismo que yo. Un día, durante un recreo, se acercó a mí:

—¿Tú también estás preocupado por la profe? —Me preguntó.

Asentí, aliviado de no ser el único.

—Sí… no sé, me da mala espina. Los profes no dicen mucho.

Valeria miró al piso, pensativa.

—Ojalá no sea algo relacionado con su accidente.

—Eso mismo pensé —respondí, bajando la voz—. La otra vez tampoco dijeron nada hasta que fue obvio.

Valeria suspiró.

—Me hace falta. Extraño sus clases… y su forma de ser.

Compartía plenamente los sentimientos de Valeria. Los días sin Adriana se sentían como una eternidad. Me sorprendió lo mucho que su ausencia me afectaba. No solo la extrañaba… la necesitaba.

Durante todo este tiempo, me sorprendía buscándola en el patio y en los pasillos. Cada vez que llegaba la hora de historia, sentía una ansiedad creciente mientras esperaba a ver quién entraba por la puerta, para llevarme decepción tras decepción al ver que Adriana aún no regresaba. Cada vez que veía su escritorio vacío, sentía un nudo en el pecho. Y cada vez que alguien mencionaba su nombre, mi estómago se encogía, temeroso de lo que pudieran decir. Solo quería verla de nuevo. Solo quería saber que estaba bien.




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