En sus ojos, mi secreto

19. Un lugar seguro

Era viernes, última hora, y la clase de historia transcurría con la calma propia de los fines de semana que se asoman. Era la primera clase que teníamos con Adriana tras su regreso, y se notaba el entusiasmo en mis compañeros. Yo, sin embargo, aunque me sentía inmensamente feliz con su regreso, estaba más pensativo. Durante todo el día, mi mente no dejó de dar vueltas a lo que me había dicho Adriana ayer: que quería hablar conmigo con calma, ya que necesitaba contarme algo importante. Desde entonces, estuve preguntándome cuál podría ser el momento oportuno, y creo que ya tenía la respuesta.

La campana sonó, marcando el final de la jornada y de la semana. Como era de esperarse, todos empezaron a recoger sus cosas rápidamente, deseosos de llegar a sus casas y olvidarse del estudio por un par de días. Yo, en cambio, no tenía prisa. Fingí revisar mi cuaderno, luego empecé a guardar mis útiles con más lentitud de lo necesario. Esperé a que el aula se desocupara poco a poco. Adriana todavía estaba organizando sus cosas sobre el escritorio, como si también hubiera decidido no apresurarse.

Me quedé de pie un momento, indeciso. El aula vacía parecía más grande de lo normal, con la luz de la tarde colándose oblicua por las ventanas, pintando franjas doradas sobre el piso. Respiré hondo. Esta era la ocasión que estaba buscando.

Me acerqué con pasos tranquilos. Adriana levantó la vista en cuanto notó mi presencia y esbozó una pequeña sonrisa, como si hubiese sabido que me quedaría.

—Hola, Sebastián —dijo suavemente—. ¿No tienes prisa por salir?

Negué con la cabeza, devolviéndole la sonrisa.

—No. Pensé que… podríamos hablar, si quieres.

Adriana cerró su carpeta con delicadeza y asintió.

—Sí. Justo eso estaba pensando.

Cerré la puerta del aula y cogí el asiento del pupitre más cercano para sentarme junto a ella. Adriana se quedó en silencio por unos segundos, como buscando la forma de empezar. Finalmente, alzó la vista hacia mí, con una mezcla de vulnerabilidad y decisión.

—Sebastián —me dijo, bajito—, hay algo que quiero compartir contigo. No suelo hablar de esto con nadie aquí en el colegio, pero me has demostrado que puedo confiar en ti.

Asentí con calma, dispuesto a escucharla. Adriana permaneció en silencio unos segundos. Sus ojos estaban fijos en algún punto del suelo, como si las palabras se le agolparan por dentro pero no supieran cómo salir. Yo no quise presionarla. Solo esperé, en silencio, atento a cada gesto.

—A veces, todo esto es más difícil de lo que aparento —dijo finalmente—. Todos creen que me he acostumbrado a mi nueva realidad, que la llevo con entereza. Pero la verdad es que hay días en los que me siento cansada.

Su voz sonó frágil, como si cada palabra le costara más de lo que parecía.

—Estoy cansada de fingir que estoy bien todo el tiempo —hizo una pausa, respirando hondo—. Sé que he intentado mostrarme más abierta últimamente, hablar sobre mi condición sin sentir vergüenza, dejar que me ayuden, dejar que me vean frágil a veces… pero incluso eso es agotador. Depender de ayuda para todo es frustrante, y si a eso le sumas las complicaciones, el no poder confiar en mi propio cuerpo, el depender de medicinas, de horarios, de tener que planear cada pequeño detalle de mi día para evitar cualquier contratiempo relacionado con mi discapacidad… Son tantas cosas que no se notan a simple vista.

La miré, sin saber qué decir. Solo asentí. Y entonces ella siguió hablando.

—Después de esta última vez… la infección, la fiebre, no poder respirar bien… me asusté. Me asusté mucho, Sebastián. No solo por lo que estaba sintiendo físicamente. Fue más… la sensación de que mi cuerpo puede fallar sin avisar.

Su voz se quebró un poco. Bajó la mirada y por un instante pensé que no iba a seguir, pero lo hizo.

—Me sentí frágil, sola, vulnerable de una forma que duele… porque no puedo hacer nada para cambiarlo. Hay días en los que ni siquiera quiero salir de la cama. Y aunque me esfuerzo por enseñar, por estar bien con ustedes, a veces solo tengo ganas de desaparecer un rato… solo para no tener que fingir que estoy bien cuando no es así.

Pude notar cómo sus ojos empezaban a humedecerse. Quería decir algo, pero sentía que cualquier palabra sería insuficiente. Tal vez lo único correcto era simplemente estar.

—¿Sabes qué es lo peor?

Negué suavemente con la cabeza.

—Lo peor… —continuó, apretando los labios para no desmoronarse— es que nadie lo entiende. Todos me tratan como si ya estuviera bien. Como si volver a trabajar significara que todo está superado. Como si no siguiera siendo una lucha. Todos me dicen que soy muy valiente, muy fuerte y muy admirable. Pero nadie ve lo agotador que es seguir siendo esa persona todo el tiempo. A veces simplemente quiero que todo esto termine…




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