En sus ojos, mi secreto

20. Lo que no se dice

La siguiente semana, las clases transcurrieron con cierta normalidad, al menos en apariencia. Pero entre Adriana y yo, algo había cambiado. No eran las palabras —que seguían siendo cuidadosas, casi como antes—, sino lo que flotaba entre ellas. Había una confianza silenciosa, una sensación de estar del mismo lado.

El lunes y el martes pasaron sin grandes sobresaltos. Pero el miércoles, al verla nuevamente frente a la clase con ese aire tan suyo, volví a sentir que lo que ella me confesó el viernes pasado seguía presente, aunque ninguno lo mencionara. Era un día cualquiera, de esos en los que el sol entra tibio por las ventanas y el tiempo parece estirarse un poco más de lo normal. Adriana estaba sentada en su silla de ruedas frente al pizarrón, con su chaqueta elegante y ese gesto suyo que mezclaba firmeza y curiosidad. Era un contraste interesante con su lado más vulnerable que me había mostrado durante aquella conversación a solas.

Antes de empezar a explicar el tema de hoy, que trataba sobre la Revolución Francesa, nos miró en silencio unos segundos, como si quisiera asegurarse de que estábamos despiertos, atentos, realmente ahí. A veces parecía más una investigadora que una profesora.

—Hoy vamos a hablar de un episodio que casi nunca aparece en los libros de historia —dijo, sin levantar la voz, pero con una intensidad que me hizo enderezarme en la silla—. La Guerra de La Vendée. ¿Les suena?

No, no me sonaba. Y eso que ya llevábamos años estudiando la Revolución Francesa. «Libertad, igualdad, fraternidad»; esa era la canción. Pero ese día, Adriana nos hizo detenernos en algo distinto, algo incómodo.

—Fue una rebelión en el oeste de Francia —continuó—, en plena revolución. Pero no de nobles en castillos, sino de campesinos. En La Vendée, la población era profundamente católica y monárquica, y no aceptaba el nuevo orden que se les imponía desde París. Se rebelaron. ¿Y saben qué hizo la República? Les envió columnas militares con una orden clara: destruir.

Me impresionó como lo dijo. «Des-truir», marcando cada sílaba, como si le doliera.

—¿Por qué nunca nos enseñan esa parte de la historia? —preguntó Sergio.

—Porque molesta. Porque no encaja con el relato heroico de la revolución. Nos enseñan que fue una lucha por la libertad. Pero, ¿acaso puede llamarse libertad cuando se asesina a decenas de miles de personas por pensar distinto?

—Eso, más que guerra, suena a genocidio —dijo Carlos, sin rodeos.

—Y no eres el único que lo piensa. Algunos historiadores han defendido que fue el primer genocidio moderno. Pero decir eso incomoda a muchos.

Yo tragué saliva. Me costaba imaginar esa Francia revolucionaria que tanto nos habían enseñado a ensalzar convertida en una máquina de matar inocentes. Mujeres, niños, ancianos... todos vistos como enemigos. Me sentí incómodo. No por ella, sino por mí. Por haber repetido tantas veces eso de «libertad, igualdad y fraternidad» sin preguntarme a costa de qué se había construido.

Adriana se inclinó un poco hacia adelante en su silla y nos miró con esa mezcla suya de dulzura y desafío.

—Mi objetivo, como siempre se los he recalcado, es que no se traguen cualquier relato sin antes masticarlo. Porque la historia que no se cuestiona se convierte en propaganda.

Acabé la clase con la cabeza llena de nombres que no conocía y una sensación extraña en el pecho. No era la primera vez que la clase de Adriana me dejaba dándole vueltas a todo. Mientras Adriana hablaba de una rebelión olvidada, yo pensaba en todas las batallas que ella también estaba librando sin que nadie las viera.

Antes de salir, me dirigí a su escritorio para entregarle el ensayo que nos había pedido para hoy. Cuando dejé mi trabajo sobre el escritorio, Adriana levantó la vista y nuestras miradas se cruzaron:

—Gracias, Sebastián —me dijo, mientras me dedicaba una sonrisa dulce.

Fue un gesto mínimo, pero a través de su expresión pude notar algo más, como si dejara caer por un instante las barreras que levantaba cuando se dirigía a todos y exponía los distintos temas de historia con total seguridad.

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Al día siguiente, coincidimos a la hora del almuerzo. Adriana estaba en una de las mesas del comedor cubierto, revisando algunas hojas grapadas mientras comía con calma. Cuando me acerqué con mi bandeja, me sonrió, y con un gesto me invitó a sentarme con ella.

—Estoy leyendo algunos de los ensayos que entregaron ayer —comentó, sin dejar de mirar el papel—. Algunos tienen ideas muy interesantes. Otros… bueno, parece que solo copiaron sin entender del todo.




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