Desde que Adriana llegó al colegio por primera vez como nuestra profesora, siempre había sentido aprecio y admiración por ella. Sin embargo, cuando regresó este año tras su accidente, empecé a sentir algo por ella que iba mucho más allá: me importaba más de lo que me atrevía a admitir. Pero junto a ese afecto venía una mezcla de incertidumbre y culpa que no podía sacarme de la cabeza. ¿Era verdaderamente amor lo que sentía por ella? En el fondo lo sabía, o al menos lo había creído, pero había momentos en los que las dudas me asaltaban con fuerza. ¿Por qué mi interés en su bienestar era tan intenso? ¿Era sincero o era otra ilusión retorcida como lo que pasó con Valeria?
La jornada escolar transcurrió sin grandes sobresaltos. Al final del día, terminé cansado pero tranquilo, con la intención de relajarme un poco, ya que no tenía tareas pendientes para mañana. Fue entonces cuando, mientras esperaba el autobús en la estación, algo en mí captó mi atención y sacudió lo más profundo de mi mente. En la plataforma en la que tenía que esperar mi bus, había una chica en silla de ruedas. Era un poco mayor que yo, de unos veinte años. Tenía una cara bonita, usaba anteojos y vestía de forma casual.
Sentí un impulso casi instintivo de pararme a su lado discretamente, con la esperanza de tener alguna interacción con ella.
Cuando el bus llegó y la puerta se abrió con su silbido usual, pude notar que la distancia entre el andén y la entrada al bus era un poco mayor de lo que debería. Miré a la chica de reojo, y vi cómo tanteaba con la mirada el acceso. En ese momento, ella giró el rostro hacia mí. Sus ojos eran grandes, vivos. Me miró por un segundo que se sintió más largo que un minuto entero.
—Disculpa, ¿podrías ayudarme a subir? —me preguntó.
El aire pareció atascarse en mis pulmones.
—Claro —respondí, tratando de sonar natural, aunque el corazón me latía con fuerza.
No era la primera vez que hacía esto. Al sujetar las manijas de la silla, un calor reconfortante recorrió mi pecho, recordando la primera vez que ayudé a Adriana aquel día en el auditorio. El temblor en mis manos, el miedo a incomodarla, a hacer algo mal… El corazón acelerado, no solo por el gesto, sino por lo que ella despertaba en mí sin siquiera proponérselo. Ahora mis manos no temblaban, pero algo en mi pecho sí. Con un movimiento que ya conocía de memoria, empujé las manijas hacia abajo para elevar las ruedas delanteras y sortear el hueco entre el andén y el piso del bus. Luego, impulsando la silla hacia adelante, entramos.
Me sorprendió darme cuenta de que mis movimientos eran más seguros, más precisos. Después de tantas veces ayudando a Adriana —en rampas, escalones, terrenos irregulares— había adquirido cierta destreza. Pero aun así, frente a esta chica desconocida, sentía ese leve temblor interno. No por inseguridad, sino por algo más difícil de explicar.
—Gracias, eres muy amable —me dijo con una sonrisa, mientras maniobraba con destreza hacia el espacio reservado.
Cuando ella me agradeció, su voz tenía un tono suave, casi musical. Sentí que mi corazón latía con más fuerza, como si acabara de pasar algo importante, aunque nadie más lo hubiera notado.
—No hay de qué —respondí, sintiéndome torpemente orgulloso, sabiendo que esas palabras no alcanzaban a decir lo que realmente sentía.
Ella volvió a sonreír, esta vez de forma más leve, y dirigió su atención a la ventana. Yo la miré por un momento más, tratando de entender por qué ese breve cruce me había dejado tan alterado. Me senté unas filas más atrás, aunque el bus no iba lleno.
Sentía una extraña calidez en mi pecho. No era solo atracción; era otra cosa: algo más hondo. Me había sentido conmovido por su forma de estar en el mundo, por su dignidad silenciosa, y también por la inesperada belleza de ese instante compartido.
Cuando llegué a mi estación de destino, bajé del bus con un torbellino de emociones invadiéndome. Sentía una mezcla entre satisfacción por haberla ayudado, pero al mismo tiempo una especie de ansiedad por haberla dejado atrás sin saber siquiera cómo se llamaba.
Recorrí el camino de la estación a la casa aún procesando lo que acababa de ocurrir. Este encuentro despertó en mí algo en lo que no había pensado demasiado últimamente, pero que ahora salía a la luz, recordándome todos los sucesos puntuales que habían despertado en mí este sentimiento antes. Podría haberlo ignorado; podría haber dejado que la vida siguiera su curso sin prestarle demasiada atención. Pero ya no podía.
Era demasiado evidente.
Las imágenes volvían como piezas dispersas de un rompecabezas que siempre había estado sobre la mesa, pero que nunca me había atrevido a armar.