Desde aquel día, el peso de mi descubrimiento no dejó de dar vueltas en mi cabeza. Por más que intentara distraerme con la rutina del colegio, con los exámenes o saliendo con mis amigos, la duda seguía ahí, susurrándome incluso en los momentos de calma.
No podía evitarlo. No podía dejar de pensar en Adriana: su risa dulce, su forma de hablar, el brillo en sus ojos cuando hablaba de sus proyectos. Pensaba en la manera en que confiaba en mí, en todo lo que me había compartido sin reservas. La amaba.
Y sin embargo…
Si ella no hubiera tenido aquel accidente, si nunca hubiera necesitado una silla de ruedas, ¿me habría acercado tanto a ella como lo hice? ¿La habría amado como la amo ahora?
Una punzada de culpa atravesó mi pecho. No quería pensarlo, no quería enfrentarme a esa pregunta, pero estaba ahí, como una sombra oscura en mi conciencia, porque la respuesta era obvia: No.
No me habría acercado tanto. No la habría amado del mismo modo. Y eso me hacía sentir como la peor persona del mundo.
Era un pensamiento que no podía confesarle a nadie. Sentía como si estuviera traicionando todo lo que representaba mi relación con Adriana, como si mi cariño por ella estuviera manchado por algo impuro.
Y no solo ella. Lo mismo pasaba con Valeria.
Recordé el brillo de confianza en sus ojos cada vez que le ofrecía ayuda, la vulnerabilidad en su mirada cuando trataba de moverse con sus muletas. Yo no era su amigo cercano, pero aun así, algo en mí reaccionó instintivamente a su fragilidad.
¿Y si nunca se hubiera fracturado la pierna? ¿Habría sentido aquel mismo deseo de estar con ella?
Mi distanciamiento paulatino cuando se recuperó de su lesión me daba a entender que jamás fui capaz de verla más allá de su condición, y me sentía miserable por ello.
Giré sobre la cama, cerrando los ojos con fuerza, como si eso pudiera borrar los pensamientos que me asfixiaban.
Fetichismo.
Esa palabra aparecía una y otra vez en los foros que había leído. Algunos hablaban del devotismo con una frialdad que me helaba la sangre, reduciéndolo a una atracción morbosa por la discapacidad. ¿Era eso lo que me pasaba?
No. No podía ser. No podía reducir lo que sentía por Adriana a eso.
Mi amor por ella iba más allá de su discapacidad. La amaba por la persona que era, por la paz que me hacía sentir cada vez que conversábamos, por la forma en que iluminaba cualquier lugar con su presencia.
Pero, entonces… ¿por qué su parálisis había sido el catalizador? ¿Por qué su vulnerabilidad había despertado algo en mí?
El conflicto moral me consumía.
Cerré los ojos y respiré hondo. Tenía que hacer algo. Necesitaba entenderme, aceptarme o, en el peor de los casos, confrontar la verdad, por más dolorosa que fuera.
————— ⧗ ⧗ ⧗ —————
Los días siguientes fueron una tortura silenciosa. Las noches se me hacían eternas. Me acostaba tarde, me quedaba mirando el techo, intentando darle sentido a todo lo que tenía en mi cabeza.
No podía seguir así. Tenía que encontrar respuestas.
Pero, ¿a quién podía recurrir? No podía hablar de esto con mis amigos, ni con mis padres, ni mucho menos con Adriana. Así que hice lo único que podía hacer: buscar en internet.
Me sumergí en foros, grupos y blogs donde hablaban del tema. Al principio, pensé que tal vez encontraría a otras personas como yo; personas que se sintieran confundidas, que buscaran entenderse.
Y, en cierto modo, sí las encontré. En la web había varias páginas donde el tema se abordaba con respeto. Personas que escribían con sinceridad, tratando de comprender lo que sentían sin dejarse arrastrar por el morbo. Hablaban de aceptación, de ética, de empatía, de percibir la belleza donde otros no lo hacían. Una parte de mí sintió alivio.
Algunos relatos contaban historias de amor. Personas que habían encontrado pareja, que compartían vidas reales, lejos de las fantasías insanas que predominaban en otros rincones de internet. Una pareja relataba cómo se conocieron en un evento cultural sobre accesibilidad, y cómo con el tiempo ella, usuaria de silla de ruedas, había notado que él se fijaba en detalles que otros pasaban por alto, pero siempre con discreción y admiración sincera.
Leí esos textos con el corazón encogido. No eran tan fáciles de encontrar como el resto del contenido, pero tampoco eran pocos, y me conmovían. Me ayudaban a creer —al menos por instantes— que mi deseo podía transformarse en algo bueno, algo humano.
Pero ese murmullo sensato quedaba sepultado por un ruido mucho más fuerte, más sucio, más grotesco.
En otras páginas vi publicaciones que me revolvieron el estómago. Hombres describiendo fantasías en las que las mujeres con discapacidad no eran más que un fetiche. Fotos robadas de chicas en silla de ruedas con comentarios repulsivos. Algunos pedían enlaces a sitios de contenido para adultos donde el tema exclusivo era la discapacidad. Otros fantaseaban con accidentes, con muletas, con escayolas.