Los días siguientes con Adriana fueron extraños. No porque ella hubiera cambiado, sino porque yo me sentía atrapado en mi propio laberinto mental.
Evitaba mirarla a los ojos demasiado tiempo, por miedo a que ella pudiera ver la confusión en mi mirada. Me esforzaba por actuar con naturalidad, pero en mi interior seguía luchando con mis propios pensamientos.
Afortunadamente, Adriana no me presionaba. Su voz tenía la misma calidez de siempre, su risa seguía siendo contagiosa, y su trato conmigo no había cambiado ni un ápice. Era como si supiera que algo me pasaba, pero en lugar de preguntar directamente, me daba espacio para que yo mismo lo procesara.
Sin embargo, su paciencia y cariño hicieron que mi sentimiento de culpa fuera aún más pesado.
Cada gesto suyo, cada sonrisa, cada palabra amable, me recordaban lo mucho que ella confiaba en mí. Y ese era precisamente mi mayor miedo: traicionarla. No con una acción, sino con lo que se agitaba dentro de mí. ¿Qué pasaría si algún día ella supiera lo que rondaba por mi cabeza? ¿Si llegaba a leer los foros que yo leía, a ver las búsquedas que hacía, a escuchar mis preguntas más oscuras?
Sentía que caminaba sobre una cuerda floja. No quería perderla. No quería que pensara que su discapacidad era lo único que me atraía de ella, porque no era así. Pero ni yo mismo lograba acallar esa voz interna que me pedía respuestas. Así que, una vez más, las busqué donde creía que podía encontrarlas: en la maraña infinita de páginas y foros de internet que me prometían explicaciones, aunque casi siempre me dejaban con más preguntas.
Pero esta vez era diferente. Ya no era tan ingenuo como en los primeros días, y había adquirido cierta habilidad para reconocer a la distancia los sitios que sólo alimentaban la parte oscura de todo esto: títulos llamativos, fotos robadas, comentarios que parecían salidos de la mente de un adolescente perturbado. Los pasaba de largo. Ni siquiera me detenía a leerlos.
En lugar de eso, abrí mi historial y busqué uno esos lugares donde había sentido algo de alivio: una página de Facebook que se llamaba Belleza Inesperada. La recordaba bien porque abordaba el tema del devotismo desde un enfoque respetuoso y sus publicaciones tenían un tono calmado, casi terapéutico. Nada de fotos morbosas ni historias inventadas para excitar a desconocidos. Solo reflexiones y fragmentos de testimonios reales.
Todas las publicaciones estaban firmadas igual: Pablo. Un nombre simple, sin apellido, pero que para mí se había convertido en un pequeño salvavidas.
Entré a la página y releí algunas frases que ya conocía de memoria:
«Percibir la belleza en la discapacidad no es malo. Convertirla en mercancía, sí lo es».
«No eres menos humano por sentir esta atracción. Eres más humano cuando la comprendes y la vives con respeto».
Respiré hondo. Dudé un momento, con el cursor sobre el botón de Enviar mensaje. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo se supone que se explica algo tan confuso, tan íntimo, a un completo desconocido?
Pero si había alguien a quien podía preguntarle, era él.
«Hola, Pablo. Perdón si te molesto. Mi nombre es Sebastián. He estado leyendo tu página y… no sé ni cómo empezar. Creo que soy como los que describes, pero me siento sucio, confundido. Me da miedo ser uno de esos que sólo miran la discapacidad y se olvidan de la persona. Estoy muy confundido. No sé si puedas ayudarme, pero necesitaba decirlo».
Releí el mensaje como diez veces antes de enviarlo.
Cerré el chat, apagué el computador y me obligué a dormir, aunque el sueño no llegó enseguida.
Al día siguiente, un sábado por la mañana, encontré una notificación en la bandeja de entrada. Era Pablo.
«Hola, Sebastián. Gracias por tu confianza. No estás solo en esto. Lo que sientes no te hace una mala persona. Hay muchas formas de vivirlo y de entenderlo. Si quieres, podemos conversar más a fondo cuando lo necesites. Estoy aquí para escucharte».