En sus ojos, mi secreto

24. Una certeza entre nosotros

Los momentos que pasé con Adriana esa semana fueron como la confirmación silenciosa de todo lo que había comprendido después de hablar con Pablo.

Ya no la veía como «la maestra en silla de ruedas» que regresó tras un accidente. Era, simplemente, Adriana. Y eso me daba paz.

No me importaba si necesitaba ayuda para subir una rampa o abrir una puerta: mi deseo de estar ahí para ella nacía de algo mucho más profundo. Si alguna vez necesitaba apoyo para algo que no tuviera nada que ver con su discapacidad —un consejo, un desahogo, un favor— yo estaría igual de dispuesto.

Esa certeza disipó la última sombra de culpa que me quedaba. Si todo hubiera sido una fantasía superficial, no me habría roto tanto la cabeza para entenderlo. Pero no era así. Adriana me importaba demasiado, más de lo que alguna vez llegué a imaginar.

Durante las dos semanas siguientes, compartimos una serie de momentos tan simples que, para cualquiera, podrían pasar inadvertidos. Para mí, en cambio, cada uno tenía un peso propio. Era como si, ahora que había puesto en orden mis miedos, pudiera ver con más claridad todo lo que ella era, y todo lo que había entre nosotros en esos pequeños instantes de complicidad.

Uno de esos momentos ocurrió un miércoles cualquiera, durante la clase de historia. Apenas la vi entrar por la puerta, algo llamó mi atención de inmediato.

Adriana llevaba sandalias de nuevo. Pero esta vez también tenía puestas unas medias claras, ajustadas, que subían hasta perderse bajo el pantalón. Llegaban hasta la mitad de sus pies, dejando sus dedos al descubierto.

Sentí una chispa de fascinación, lo admito. Mi lado instintivo seguía ahí, como un susurro lejano. Pero, tras un momento procesando lo que sentía, se transformó en algo distinto: la curiosidad de saber si estaba bien, si esas medias la ayudaban.

La clase transcurrió sin sobresaltos. No podía evitar lanzar pequeñas miradas a veces, pero esta vez era distinto: el lazo que tenía con Adriana se había asentado tanto que cualquier aspecto relacionado con su físico ya no absorbía toda mi atención, como ocurrió cuando regresó al colegio en silla de ruedas o cuando trajo sandalias por primera vez.

Al sonar el timbre, Adriana empezó a organizar sus papeles mientras algunos compañeros salían del aula riendo y conversando sobre el examen de física de la tarde. Yo, en cambio, esperé a que todos salieran para acercarme a su escritorio.

—¿Te ayudo con eso? —pregunté, señalando los libros sobre el escritorio.

—Gracias, Sebastián. Tú tan lindo como siempre —respondió, mientras yo sentía cómo el calor subía por mis mejillas.

Nos dirigimos lentamente a la sala de profesores y, tras dejar los libros de Adriana, fuimos juntos a la cafetería a almorzar.

Ya en el comedor, charlamos de todo un poco: sus estudiantes de otros cursos, el partido de fútbol con mis amigos en el recreo, alguna anécdota graciosa de la clase de filosofía.

Pero mientras ella hablaba, yo seguía pensando en la imagen de sus pies descansando sobre el reposapiés de la silla, envueltos en esas medias blancas que terminaban antes de sus dedos, que sobresalían delicados.

Cuando hubo una pausa natural en la conversación, respiré hondo. Sabía que podía preguntarle sin que se sintiera invadida.

—Profe... esas medias que llevas hoy... ¿son especiales?

Ella me miró con esa sonrisa tranquila que se me hacía tan adictiva.

—¿Te diste cuenta? —respondió, divertida, como si supiera que yo notaría hasta el más mínimo detalle.

Me encogí de hombros, sonriendo también.

—Sí... bueno, es la primera vez que veo esas medias. Y… me dio curiosidad si te ayudan con la hinchazón.

Adriana bajó la mirada a sus pies antes de responder.

—Son medias de compresión. Ayudan a que la circulación vaya mejor y así no se me hinchan tanto los pies ni los tobillos. Al principio no las aguantaba, porque aunque no siento nada en las piernas, me hacían sudar y eso me molestaba. Pero ahora me alivian bastante.

Me gustaba cómo hablaba de todo sin reservas, sin disfrazar nada. Simplemente asentí en silencio.

—Gracias por preguntar —me dijo tras una pequeña pausa.

Esta vez no me sorprendieron sus palabras. Esta vez no pregunté por qué me agradecía, como aquella vez cuando le pregunté sobre sus pies hinchados, porque ahora sabía la respuesta. Y por dentro sentí una calma cálida, como si todo mi caos de días atrás hubiera valido la pena solo por llegar a esto: ser ese confidente con quien ella podía hablar de su cuerpo, de su lesión, de su día a día… sin miedo a disgustos, prejuicios o gestos incómodos.




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