El patio estaba lleno de estudiantes reencontrándose después de las vacaciones. Risas, saludos efusivos y conversaciones animadas llenaban el ambiente. Pero para mí, todo eso era ruido de fondo: lo único que realmente me entusiasmaba era volver a ver a Adriana.
Apenas llegué al patio, mis ojos la buscaron instintivamente. No tardé en encontrarla: estaba sentada junto a uno de los bancos, con la brisa matutina moviendo suavemente su cabello. Mi corazón dio un pequeño brinco. La había extrañado más de lo que estaba dispuesto a admitir en voz alta.
Me acerqué con una sonrisa.
—¡Buenos días, profe! —la saludé con entusiasmo.
Adriana giró la cabeza y, al verme, su rostro se iluminó.
—¡Sebastián! —dijo con una sonrisa genuina—. ¿Cómo te fue en vacaciones?
—Bien, supongo… —hice una breve pausa antes de añadir con un tono algo casual—. Aunque extrañé algunas cosas del colegio.
Adriana me miró con curiosidad, como si entendiera el significado oculto de mis palabras.
—¿Ah, sí? ¿Y qué cosas extrañaste?
—No sé… algunas clases, algunos momentos… algunas personas —dije con una leve sonrisa.
Ella entrecerró los ojos, pero en lugar de insistir, cambió de tema con entusiasmo.
—Bueno, espero que hayas descansado. Yo sí lo hice, pero también aproveché para hacer algo importante.
Noté el brillo en sus ojos y supe que tenía algo especial que contarme.
—¿Algo importante? —pregunté con curiosidad.
Adriana asintió y se inclinó un poco hacia adelante.
—Renové mi licencia de conducir.
Mi mente tardó un segundo en procesarlo.
—¿En serio?
—Sí. Ahora puedo manejar un carro adaptado. Es un vehículo que se controla completamente con las manos.
—¡Qué chévere! Me alegra mucho por ti —dije con sinceridad.
Su entusiasmo era contagioso. Dentro de mí, sin embargo, sentí una punzada al recordar que su lesión había sido consecuencia de un accidente automovilístico, pero, obviamente, no dije nada. Lo importante era verla orgullosa de su logro, y que hubiera encontrado la fuerza para volver a ponerse al volante después de todo eso decía mucho de su determinación.
—Mi hermana ya no tendrá que hacerme de chofer —dijo Adriana con una pequeña risa—. Aunque creo que a veces lo extrañará.
Reí con ella.
—Bueno, ahora tú puedes llevarla a ella de vez en cuando.
—Solo si me promete no quejarse de mi forma de manejar —respondió divertida.
Mientras Adriana me contaba esto, caí en cuenta de algo: el hecho de que me compartiera algo como esto significaba mucho. No solo me confiaba sus miedos y sus preocupaciones, sino también sus logros, sus avances, como si supiera que para mí no eran detalles menores. Me hacía parte de su mundo, y eso me hacía increíblemente feliz.
Nos quedamos conversando un rato más, hasta que la campana sonó, anunciando el inicio de las clases. Nos dirigimos juntos hacia el edificio y, mientras lo hacíamos, no pude evitar pensar en lo mucho que había significado este reencuentro. Tal vez no le había dicho explícitamente cuánto la había extrañado, pero entre bromas y comentarios casuales se lo había dejado entrever.
Y, por alguna razón, yo tenía la sensación de que ella también me había extrañado a mí.
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El viernes transcurrió pasado por agua. Desde temprano, la lluvia no daba tregua. El sonido constante de las gotas golpeando los ventanales envolvía el salón en una atmósfera melancólica, pero no por eso menos atenta. Adriana, frente a nosotros, hablaba con su habitual pasión, esa que lograba hacer que incluso los más desinteresados alzaran la mirada del pupitre. Hoy, nos introdujo en un tema fascinante: la leyenda negra antiespañola.
—Durante siglos, la llamada leyenda negra antiespañola ha moldeado la percepción de Hispanoamérica sobre su propio pasado —decía, moviendo ligeramente las manos para enfatizar sus ideas—. Fue una campaña de desprestigio impulsada por potencias europeas rivales de España, como Inglaterra y los Países Bajos, que exageraron o directamente inventaron atrocidades cometidas por los conquistadores, con fines políticos e ideológicos.
Mientras hablaba, sus ojos recorrían el aula. Había un brillo particular en ellos, el tipo de entusiasmo que solo brota cuando alguien habla de algo que verdaderamente le importa.