Hoy, el ambiente en el aula se sentía extraño, pesado. Algo no estaba bien. Lo noté desde que entré y vi a mis compañeros hablando en susurros, con expresiones de incertidumbre y tensión. Algo había pasado, y pronto descubriría de qué se trataba.
El profesor Méndez entró con el rostro serio y la postura rígida. Por lo general, era un hombre tranquilo, con un aire relajado incluso cuando tenía que regañarnos. Pero hoy su expresión era más seria de lo habitual.
—Buenos días, muchachos.
Sin esperar respuesta, cerró la puerta, cruzó los brazos y recorrió el aula con la mirada.
—Hoy tengo algo importante que decirles —dijo con un tono calmado pero firme.
De inmediato, el aula quedó en completo silencio.
Méndez rara vez hablaba con ese tono, y cuando lo hacía, era porque algo realmente grave había sucedido. Su mirada no era solo de autoridad, sino de decepción.
—Antier, la profesora Adriana fue víctima de una grave falta de respeto por parte de algunos estudiantes.
Mi corazón dio un vuelco. ¿Adriana? ¿Una falta de respeto? La idea me llenó de ansiedad.
—César Chacón y otros estudiantes compartieron en redes sociales una imagen ofensiva hacia ella. No voy a entrar en detalles, pero les aseguro que fue algo completamente irrespetuoso y cruel.
Mi mandíbula se tensó. Mi mano se cerró en un puño. No vi la imagen, pero el solo hecho de que alguien se atreviera a faltarle el respeto a Adriana me llenaba de rabia.
—Como pueden ver, Chacón no está aquí. Las autoridades del colegio han decidido expulsarlo. Los otros estudiantes que participaron en esto también serán sancionados. No vamos a tolerar este tipo de comportamiento en nuestra institución.
El profesor leyó tres nombres y los estudiantes llamados se levantaron, evitando las miradas de los demás mientras lo seguían fuera del salón.
Para sorpresa de nadie, los implicados en este escándalo fueron los mismos que habían hecho bullying a Sergio, a Valeria y a otros compañeros el año pasado. El círculo de amigos de Arango y Chacón.
Ellos siempre se habían creído intocables. Y lo peor era que, en parte, lo eran.
Adriana había sido la única que logró enfrentarlos con verdadera autoridad. Cuando Arango fue expulsado, ellos nunca le perdonaron que hubiera sido por causa suya. Ahora, en venganza, hicieron lo único que sabían hacer: humillar a los demás. Pero esta vez no era a cualquier persona. Era a Adriana.
Cuando Méndez salió, cerrando la puerta tras de sí, el murmullo estalló.
—¿Qué fue lo que hicieron exactamente? —preguntó uno de mis compañeros.
Yo también quería saberlo. No tenía detalles, pero pronto los obtendría.
En el recreo, Juan me lo contó todo.
—Chacón hizo un meme burlándose de la discapacidad de Adriana —dijo Juan en voz baja, como si ni siquiera quisiera pronunciar las palabras.
—¡¿Qué?! —sentí cómo la sangre me hervía en las venas.
—Sí… y los de su grupito de amigos le dieron «Me divierte» —continuó Juan—. Y adivina quién se dio cuenta.
—¿Quién? —pregunté, incapaz de pensar por la tensión que me invadía.
—Valeria... Obviamente, ella le contó todo a Adriana.
Me estremecí.
—¿Y le mostró la imagen?
—No quería… —respondió Juan— pero la profe insistió en verlo.
Me imaginé la escena y sentí un nudo en la garganta.
—¿Y… y qué dijo Adriana?
Juan bajó la voz.
—Lloró.
El corazón se me cayó al piso.
Adriana… lloró.
Mi Adriana.
La mujer más fuerte que conocía, la persona que iluminaba mis días, que me había enseñado con su ejemplo lo que significaba la verdadera resiliencia, había sido reducida a lágrimas por culpa de esos malnacidos.
Mi respiración se aceleró.
—¿Cómo puede haber gente tan imbécil? —gruñí entre dientes.
—No lo sé, hermano… —respondió Juan, poniendo una mano sobre mi hombro para intentar calmarme— pero lo que hicieron está mal, muy mal. Valeria me dijo que Adriana estuvo muy mal después de eso. Tuvo que quedarse un rato en la sala de profesores para calmarse antes de entrar a clase.
Mi rabia era tan intensa que si en ese momento me hubiera cruzado con Chacón, no sé qué tontería habría sido capaz de hacer. Me imaginé su rostro con su sonrisa burlona, creyéndose el tipo más gracioso del mundo mientras lastimaba a alguien a quien yo quería tanto.
No me fiaba de mí mismo.
Miré el reloj: en unos minutos, nos tocaba clase de historia con Adriana. No sabía qué esperar. No sabía si vendría con su sonrisa habitual, intentando disimular el dolor, o si veríamos en su rostro las huellas del sufrimiento que esos idiotas le habían causado.
Cuando sonó la campana y regresamos al aula, me costó sentarme. Estaba demasiado inquieto. No sabía cómo iba a soportar verla con el corazón roto.