Nunca había visto llorar así a alguien. Ver a Adriana derrumbarse frente a mí fue una de las cosas más dolorosas que he vivido. Su llanto no necesitaba palabras: lo decía todo. Me atravesó como un relámpago y me dejó un vacío en el pecho, una tristeza profunda que aún me seguía pesando en el cuerpo días después, como si lo que lloró ella se hubiera quedado dentro de mí también. No se lo merecía. Alguien con un corazón como el suyo no debería tener que enfrentarse a tanta crueldad.
Desde aquel día, el llanto de Adriana no se me iba de la cabeza: su cuerpo temblando entre mis brazos, su voz rota, su tristeza desbordándose sin filtros… y la certeza de cuánto había estado aguantando, cuánto había callado, cuánto había tenido que tragarse para seguir sonriendo delante de todos. Cada vez que repetía ese momento en mi memoria, me preguntaba si había hecho lo suficiente, si había estado a la altura. Pero sí había algo que sabía con certeza: nunca más permitiría que la hirieran. No mientras yo pudiera evitarlo.
A pesar de la tristeza que me embargaba, también sentí algo más difícil de explicar: una gratitud inmensa. Porque me eligió a mí para estar ahí. Porque me permitió verla sin defensas, sin máscaras, sin fuerza fingida. Porque, en medio de su dolor, me dejó acompañarla. Y eso valía más que cualquier palabra.
Tal vez no pudiera hacer más que abrazarla, más que permanecer a su lado. Pero, aunque no lo dijera en voz alta, una parte de mí cambió desde entonces. Fue como si, al verla así, tan humana, tan rota, se hubiera abierto una puerta invisible entre los dos, y ahora ya no había vuelta atrás.
Lo único que tenía que hacer ahora era no fallarle.
El ruido del comedor me sacó de mis pensamientos. Risas, gritos, comentarios sobre el torneo de fútbol que se avecinaba. Hice la fila para el almuerzo, aunque realmente no tenía demasiada hambre.
Cuando iba caminando con mi bandeja, buscando dónde ubicarme, vi a Adriana sentada en su lugar habitual, frente a su almuerzo que apenas había tocado y unos apuntes esparcidos a un lado. Pero no era eso lo que me llamó la atención, sino algo más difícil de definir: la forma en que sostenía el tenedor sin moverlo, como si no supiera por dónde empezar. Su expresión tenía algo distinto: una especie de calma forzada. Como cuando alguien sonríe solo para que no le pregunten si está bien.
Me acerqué con cuidado, sin saber del todo qué decir, solo con la certeza de que quería estar cerca.
—¿Puedo sentarme?
Adriana levantó la vista y sonrió. No era su sonrisa habitual, pero igualmente había algo cálido en ella.
—Por supuesto. Me vendría bien un poco de buena compañía.
Me senté frente a ella. Por unos segundos, no dijimos nada. Yo jugueteaba con el borde de la servilleta, buscando la forma adecuada de romper el silencio.
—Te ves… algo cansada. —Me salió más directo de lo que había planeado—. ¿Estás bien?
Ella bajó la mirada y empezó a empujar unas papas con el tenedor, como si buscara las palabras entre los trozos de comida.
—He dormido mal estos días —murmuró.
Intuí de inmediato el motivo:
—¿Aún estás pensando en… en ese maldito meme? —pregunté, sin poder evitar que se me escapara la rabia en la voz—. Todavía no puedo creer que fueran capaces de hacer algo tan bajo.
Ella me miró con una mezcla de ternura y cansancio. Como si apreciara mi enojo, pero también supiera que había algo más.
—Sí, eso todavía me duele —admitió—. Pero no es lo único…
Se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera considerando si debía seguir. Finalmente, alzó la vista y me miró de frente.
—En estos días… mañana, para ser exacta… se cumple un año del accidente.
Sentí que algo se encogía dentro de mí.
—No lo sabía —dije, sintiéndome torpe.
—No tenías por qué saberlo —respondió, con una media sonrisa cansada—. No es algo que uno celebre. Pero llega igual. Y deja cosas… cosas que no siempre sabes cómo manejar.
No supe qué decir. Todo lo que se me venía a la cabeza sonaba inútil. Así que solo la miré, con esa mezcla de respeto y ternura que ya se me había vuelto natural cuando estaba cerca de ella.
—¿Y cómo te sientes… con eso? —me animé a preguntar finalmente.
Ella se quedó en silencio por un par de segundos. Luego, apoyó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y bajó la cabeza ligeramente.
—Sensible —dijo, bajando la mirada por un instante, como si le costara admitirlo—. Pero tranquila. Esta vez he intentado no pelearme con lo que siento.