El partido de fútbol transcurría con intensidad. El sol pegaba fuerte sobre el campo y el sudor resbalaba por mi frente, pero mi atención estaba fija en el balón que volaba en el aire. Me impulsé con todas mis fuerzas para cabecearlo, pero justo cuando impacté el esférico, sentí el cráneo de mi oponente estrellándose contra mi rostro con una fuerza devastadora.
Ni siquiera vi venir el choque. De inmediato, un dolor inmenso se apoderó de mi nariz y mi pómulo. Caí al suelo aturdido, con una punzada ardiente recorriendo mi rostro. Todo a mi alrededor se volvió confuso: las voces de mis compañeros, los pasos acercándose, la sombra de alguien inclinándose sobre mí.
—¡Sebas, ¿estás bien?! —escuché a uno de mis compañeros decir con preocupación.
Me llevé la mano al rostro y sentí un líquido tibio deslizándose por mi nariz: sangre. Al intentar incorporarme, el dolor se intensificó, pero con la ayuda de uno de mis amigos logré levantarme. Lentamente, me acompañó hasta la enfermería. El camino fue una mezcla de sensaciones desagradables: el dolor sordo en el pómulo, la incomodidad de la sangre escurriendo por mi nariz y la ligera sensación de mareo.
Apenas llegamos, la enfermera nos recibió con rapidez. Ella, con su expresión calmada pero profesional, me hizo sentarme en una silla mientras comenzaba a examinar la zona del impacto. Cuando tocó suavemente el área de mi nariz y pómulo, el dolor aumentó, y ella frunció el ceño.
—Definitivamente hay inflamación —comentó tras examinarme—. Puede que sea solo un golpe fuerte, pero también podría haber una fisura.
Su diagnóstico no me tranquilizó en absoluto.
—Te recomiendo que vayas al médico para asegurarte. Por ahora, lo mejor es que te vayas a casa y descanses el resto del día.
La enfermera hizo una llamada y, un rato después, me encontraba en la recepción del colegio, esperando a que mi madre llegara a recogerme. Me dejé caer en el sofá, con una bolsa de hielo en la cara y sintiéndome miserable.
Entonces, una voz familiar rompió el silencio del lugar.
—Sebastián…
Abrí los ojos de golpe y allí estaba Adriana. Ella me observaba con el ceño fruncido y los labios entreabiertos, como si quisiera decir algo, pero estuviera evaluando mi estado primero. Su mirada reflejaba una genuina preocupación.
—Estaba viendo el partido. Vi lo que pasó… ¿Cómo te sientes? —preguntó, acercándose en su silla de ruedas.
Su presencia hizo que el dolor pasara a un segundo plano. No era solo amabilidad. Era esa calidez suya que tantas veces me había sostenido por dentro. Pensé en todas las veces en que había intentado hacerla sentir mejor. Ahora, verla preocupada por mí y tomándose el tiempo de venir a verme se sintió como una caricia al alma. Como si, sin decirlo, me estuviera devolviendo todo lo que alguna vez intenté darle.
—Estoy bien… solo un poco adolorido —respondí, intentando poner mi mejor cara.
Ella asintió, aunque la preocupación no se fue de su rostro. Entonces, sin decir nada, colocó una mano sobre la mía. Fue un gesto breve, pero suficiente para cambiarme el ritmo del corazón.
—Espero que te recuperes pronto. Si necesitas algo, aquí estaré.
Su voz fue suave, cálida, sincera. Un calor extraño se expandió en mi pecho, como si esas palabras hubieran sido lo único que necesitaba escuchar en ese momento.
—Gracias, profe —dije con una sonrisa tímida.
Ella me devolvió una más tenue, más íntima, antes de despedirse y alejarse. Y yo me quedé ahí, con la bolsa de hielo en la cara y el corazón ardiendo, sintiendo que, a pesar del dolor, el día no había sido tan malo después de todo.
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Al día siguiente no fui al colegio. Pasé la mañana en el médico, haciéndome radiografías para descartar fracturas. Por suerte, no había nada roto, solo una contusión fuerte y algo de inflamación. El diagnóstico fue un alivio, aunque el dolor persistía y mi rostro seguía con un ligero tono violáceo. Me pasé el resto del día en casa, con la cara pegada al hielo y el recuerdo del golpe dándome vueltas en la cabeza. Aunque, en realidad, lo que más me rondaba era la mirada de Adriana, sus palabras reconfortantes y el calor de su mano sobre la mía.
Regresé al colegio el viernes. Aunque aún tenía el pómulo sensible, me sentía con fuerzas para retomar la rutina. Durante el almuerzo, me senté en una mesa algo apartada, buscando un poco de tranquilidad. Estaba distraído, comiendo un arroz con pollo sin demasiada hambre, cuando escuché el sonido familiar de ruedas acercándose por detrás.