En sus ojos, mi secreto

29. Contando los días

El tiempo avanzaba al compás estable de la vida escolar. Las clases seguían su curso, el clima fresco de septiembre impregnaba el ambiente y la rutina se asentaba poco a poco. En medio de todo, Adriana y yo compartíamos momentos que, aunque triviales, se sentían importantes. A veces hablábamos de libros, de alguna película que habíamos visto, o simplemente intercambiábamos anécdotas sin demasiada trascendencia. Pero había algo en su forma de escucharme, de responder con una sonrisa o una mirada cómplice, que hacía que cada conversación dejara una huella.

Sin embargo, mientras la rutina seguía su curso, había algo más en el horizonte: la excursión de último año a San Andrés. A falta de menos de un mes para el viaje, éste cada vez se sentía más real. Ya teníamos las fechas, el itinerario preliminar, y hasta nos habían entregado la lista de lo que debíamos llevar. San Andrés. Solo decirlo me hacía pensar en colores distintos: azules más profundos, cielos sin límite, y esa sensación de estar lejos de todo lo que pesaba.

No sabía con exactitud qué esperaba del viaje. Quizá era una última oportunidad para estar con todos antes de que cada quien tomara su camino. Tal vez un respiro antes de enfrentar lo que viniera después del colegio. O simplemente, unos días para no pensar tanto.

Sofía decía que lo importante era hacer recuerdos. Valeria hablaba más del mar, de cómo quería flotar boca arriba y olvidar sus preocupaciones por un rato. Yo no decía mucho. Pero, en el fondo, tenía un ligero pálpito: que ese viaje podría ser no solo un cierre, sino también un comienzo.

Y aunque me entusiasmaba bastante el viaje, no podía evitar pensar en que extrañaría a alguien. Adriana no iba a ir, o al menos eso creía. Antes del accidente solía acompañar excursiones, pero ahora las circunstancias eran totalmente diferentes. Aunque ya me había hecho a la idea de que pasaría esa semana sin Adriana, sabía que echaría de menos su voz, nuestras conversaciones triviales y esa presencia suya que siempre lograba alegrarme el día.

Estaba seguro de que le traería algo. Aún no sabía qué, pero quería encontrar un detalle que le gustara. Algo pequeño, pero con sentido. Como una forma de decirle «pensé en ti», incluso desde la distancia.

A medida que pasaban los días, las expectativas iban creciendo y el viaje estaba en boca de todos. Una tarde cualquiera, a la hora de la salida, me crucé con Valeria.

—¿Ya tienes todo listo para el viaje? —preguntó ella, ajustando el tirante de su mochila.

—Apenas si he pensado qué llevar —admití, encogiéndome de hombros—. Sé que necesito bloqueador, gafas, ropa ligera… y entusiasmo.

Valeria sonrió.

—Yo ya hice una lista. Tres veces. Y aún siento que me falta algo.

—Eso se llama ansiedad, señorita Mendoza —bromeé.

—Y tú te haces el relajado, pero apuesto a que vas a empacar todo a última hora —replicó, levantando una ceja.

—¿Y si te digo que espero que alguien me preste su lista milagrosa?

—Depende. ¿Estás dispuesto a soportar mi letra horrorosa y mis anotaciones obsesivas?

—Creo que sí. Aunque me dé miedo.

Ambos reímos. El ambiente tenía ese aire particular de los finales: una mezcla de expectativa y cierta nostalgia prematura.

—Va a ser un buen viaje —dije después de un momento.

—Sí. Lo necesitamos todos. —Valeria bajó un poco la voz—. ¿Estás emocionado?

—Sí, claro… aunque también voy a extrañar algunas cosas.

—¿Algunas cosas… o a alguien en particular? —me lanzó una mirada cómplice.

No respondí de inmediato. Solo sonreí mientras pateaba suavemente una piedrita que se cruzó en nuestro camino.

—Estoy pensando en qué regalo traerle —admití.

Valeria no dijo nada por unos segundos. Luego asintió, comprensiva.

—Seguro que lo que elijas le va a encantar. Tú la conoces mejor de lo que crees.

Valeria tenía razón. La conocía mejor de lo que pensaba.

No solo por las conversaciones que habíamos tenido, ni por los gestos que empezaba a anticipar sin darme cuenta, sino por cómo algo en mí se iluminaba cada vez que estaba cerca.

A veces bastaba una mirada suya, una sonrisa fugaz o un comentario aparentemente trivial para que todo dentro de mí se acomodara. Como si el mundo dejara de ser tan ruidoso. Como si su presencia tuviera ese efecto calmante que uno no sabe que necesita hasta que lo encuentra.

La conocía, sí. Y la quería. Y no solo la quería. La llevaba conmigo, en los pensamientos más cotidianos, en los silencios, en los momentos en que nadie más estaba.




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